Vender palabras, vender datos, vender aulas
Leer en una pantalla se ha convertido en un acto nada inocente. Es una actividad con tantas connotaciones políticas que quizás queramos revisarla. Para eso escribimos este artículo, para intentar que la llamada nueva normalidad no empeore un poco más las cosas. El coronavirus deja un ganador claro: las grandes plataformas que parasitan la red y que tratan de convertir internet en una constelación de gated cities, barrios vigilados, reservados, privatizados y cerrados sobre sí mismos. Leer en la pantalla tiene consecuencias y no son banales.
Tampoco es inocente comprar online o dar clase por internet. Lo sabemos, y no está de más recordarlo: estamos en una emergencia e improvisamos para solucionar los problemas. En fin, sólo hacemos lo que podemos. Y si, impactados por la covid-19, optamos por migrar a la cultura de plataforma es porque no había alternativa. Lo importante es no habituarnos sin resistencia. El peligro es que lo que comenzó entre titubeos y como un mal menor se convierta en un hábito del que ya no sepamos o queramos prescindir. Comprar online equivale a contarle a los proveedores lo que sucede en nuestra casa. Es como si les dijéramos lo que comemos, lo que vemos y, en general, lo que compartimos con los demás en ese espacio seguro y privado que llamamos hogar y que cada día es un poco más vulnerable. La crisis de la pandemia fue la excusa para que regaláramos de urgencia a las grandes plataformas –ahora también a las de la educación–, ese otro recinto sagrado que es el aula: un lugar donde el maestro goza de una libertad, la libertad de cátedra, para garantizar la diversidad de estilos y la pluralidad de enfoques.
En el aula siempre sucedieron cosas que no vienen en el manual, que nunca entran en las oposiciones, que no pueden ser protocolizadas y que, sin embargo, son decisivas. Por fortuna todos hemos sido estudiantes y no necesitamos un oráculo para que nos explique algo tan obvio. Enseñar no es transmitir información, pero a ver cómo se lo explicamos ahora a los administradores educativos, siempre luchando para reducir costes y simplificar los procesos. Hay más cosas que también deberíamos pensar de urgencia, porque eso de llevar a los niños al colegio todos los días, quizás sea algo en peligro de extinción. Pero empecemos con la lectura, que fue la primera costumbre puesta en la tesitura de optar entre la cultura del papel y la cultura de la plataforma.
Leer puede ser un acto muy político si en vez de comprar online lo hacemos en la librería del barrio. No sólo protegeremos nuestra intimidad al no dejar huella de lo que nos gusta, desagrada o emociona. Reservar nuestra intimidad para los momentos y las personas más especiales, no sólo nos hace únicos, sino también libres. Ser reservado frente a los algoritmos nos hace mejores personas y también mejores ciudadanos. Nuestras trazas se usan para saber cuál es la mercancía que mejor funciona, lo que inevitablemente contribuirá a producir sólo aquello que se puede vender y, en fin, lograremos entre todos destruir lo que no sea canónico, mayoritario, bonito o consumible. La cultura sufrirá una mutilación degradante. Movernos en una plataforma equivale a compartir con quienes sólo nos quieren como clientes información que a ellos les empodera y a nosotros nos hace algo más frágiles. Más vulnerables porque en el mejor de los casos sólo intentarán complacernos, darnos respuestas previsibles y soluciones contrastadas, justo lo contrario de lo que necesitamos cuando queremos ensayar nuevas prácticas o, como decía el maestro Kundera, otros egos experimentales.
En términos más urbanos, no sólo la lectura en pantalla tiene consecuencias, también la compra online está contribuyendo a la desaparición del pequeño comercio de barrio, librerías incluidas. Nuestras ciudades se van haciendo más homogéneas si se destruye la diversidad que en sus aceras tejían los viandantes entre mercerías, librerías, zapaterías, panaderías, ferreterías, papelerías, jugueterías, charcuterías o peluquerías. No todo tiene que ser bares y restaurantes. Los libros, los juguetes, los discos ya no están cerca. Hay un problema de empleo importante, pero el que aquí queremos subrayar tiene que ver con el triste empobrecimiento de la vida urbana.
Las librerías y las bibliotecas son espacios increíbles. Son lugares donde siempre han convivido todos los personajes, todos los discursos y todos los estilos. Ningún espacio público expresa mejor que la biblioteca de barrio la voluntad de construir una sociedad tolerante y abierta. Cada biblioteca local es un monumento a la tolerancia y a la voluntad de convivencia. Nuestras plazas están llenas de esculturas que recuerdan personajes o eventos que contribuyeron a construir un país donde quepamos todos: una matria que nos cuida en nuestra diferencia, fragilidad y complejidad. Esos hitos urbanos operan como faros que emiten señales que, de una parte, ya no nos interpelan y, de la otra, nos transforman en meros espectadores. Entendemos su origen, pero también su existencia meramente monumental, ornamental y descomunal. Por eso son tan importantes las bibliotecas locales y por eso deberíamos luchar para que no desaparecieran. Todos esos eventos que se nos quedaron en el olvido están dentro, como también las muchas interpretaciones que se hicieron de su significado y que dan cuenta de los muchos puntos de vista que nos diferencian, a veces en conflicto, y que configuran eso que llamamos espacio público. Las bibliotecas quizás pecaron de ser espacios demasiado silenciosos, excesivamente ordenados, más tranquilos que vibrantes, más repositorios de libros que laboratorios de ideas y experiencias. Decía Proust que un libro permitía el milagro de la comunicación en medio de la soledad. Y aunque sea verdad algo que todos hemos experimentado alguna vez, no es menos cierto que nada es más gozoso que compartir lo que hemos aprendido o escuchar lo que otras personas sintieron. Nada es más cómplice del libro que un club de lectura. Y ningún lugar es más apropiado para celebrarlo que una biblioteca o una librería de barrio.
Las bibliotecas son espacios únicos. Se han empeñado en preservar libros, como si el objeto mismo fuera sacralizable. Entendemos esta actitud en momentos pretéritos de escasez, pero hoy es un poco exagerada. Son muchos los medios que han venido a compartir con el libro las tareas de entretener, informar, instruir, explorar, imaginar o educar. Y las bibliotecas lo saben, y por eso (casi) todas tienen hemeroteca, videoteca, internet, salas de reunión y espacios de silencio. Todas, poco a poco, van asumiendo que su tarea no es preservar cosas, como si fueran objetos incunables, sino poner en valor las culturas del aprendizaje, ya sea que se priorice el instrumento libro, ya sea que usen otras herramientas basadas en la imagen, la palabra dicha, el código de programación u otras herramientas. Las bibliotecas no deberían consagrarse a la preservación de una herencia, sino que deberían ser espacios de producción y transitar para incorporar también la cultura maker, tanto si se usan las palabras dichas o las imágenes robadas, como si se hace con prácticas artesanales o iniciativas hackers. Las bibliotecas de barrio no deberían imitar a los grandes espacios consagrados al patrimonio librario. Las bibliotecas locales, entendidas como espacios informales de aprendizaje, creación y producción, tienen mucho futuro en nuestras ciudades.
El libro es un contenedor que nos resulta imposible elogiar con exceso. Es una herramientas tan perfecta, tan versátil, tan plástica, tan adaptable que no es seguro que podamos imaginar otro objeto de diseño con el que tengamos una deuda mayor. Todo lo que sabemos y todo lo que soñamos está allí dentro, entre versos o ecuaciones, entre demostraciones o divagaciones. Todas las lenguas, todas las miradas, todas las experiencias encontraron acomodo. Es depositario de lo que somos y podríamos ser. Pero también es una tecnología para transmitir ese conocimiento y acrecentarlo. No es difícil entender que le tengamos tanta devoción. Por eso las librerías son un sector del comercio tan especial y nos resistimos a verlas desaparecer. La noción de librería está asociada a la de libro impreso y, por tanto, a una forma particular de dejarse afectar por sus contenidos. Para muchos no es indiferente que leamos en papel o en una pantalla. Tenemos multitud de escritos para argumentarlo. Los más nostálgicos dicen que leer en un libro es como dormir en casa, mientras que si lo haces en un ebook te conformas con pernoctar en un motel. Los más sesudos nos recuerdan que la lectura es una actividad humana relativamente reciente y que, como no tiene nada de natural, nuestro cerebro ha debido adaptarse para poder gestionar eficientemente lo que se dice, lo que se evoca, lo que se insinúa y lo que se oculta entre líneas. Nuestro cerebro sabe leer lo que se dice y lo que no se dice. Tenemos muchas pruebas en las que basarnos, pero ninguna es mejor que la más socorrida: los taxistas londinenses tienen hiperdesarrollada la parte del cerebro que administra la inteligencia espacial y que continuamente activan para optar por la ruta que deben seguir. Mencionamos Londres porque fue allí donde se comprobó cómo el cerebro se adapta a su función, pero lo dicho vale para cualquier conductor avezado. También hay experimentos que muestran que el cerebro de los músicos es diferente. Y, en general, lo que estamos diciendo es que nuestro cerebro y el libro mantienen una estrecha relación. Lo sabemos porque sigue habiendo muchos analfabetos en el mundo y su cerebro funciona diferente. También sabemos que no es lo mismo leer en una pantalla que en papel y contamos con muchas evidencias neurofisiológicas y psicológicas que lo confirman.
El tránsito desde el libro al ebook tendrá consecuencias que todavía no sabemos evaluar. Los defensores del libro no se cansan de cosechar argumentos que hablan de esa diferencia. Dicen que leer no es una actividad mental, sino que involucra a todo el cuerpo, pues es una práctica cognitiva, afectiva, fisiológica y perceptual. Si estamos dispuestos a aceptar que somos lo que hacemos, seguro que también admitimos que importa mucho el cómo lo hacemos. No es que discutamos la importancia del resultado, sino que es normal que queramos reclamar la importancia de los procesos. No creemos que haya ningún pedagogo, psicólogo o antropólogo que discuta este extremo. Algunos sociólogos también han apreciado diferente actitud entre los lectores en pantalla y los lectores en papel. Parece que en la pantalla todo sucede a una velocidad que aminora la capacidad para deliberar o meditar. Shirley Turkle lo expresó con una hermosa anécdota. Cuenta que una hija andaba discutiendo con su padre y que, desesperado por la tozudez, fue al móvil a comprobar quién tenía razón, momento en el que la hija le reprochó que ella no estaba allí para verificar datos, sino para compartir estados de ánimo. En la red todo es demasiado fácil, rápido e inseguro. El problema no es la incertidumbre, sino la velocidad. Y tampoco es menor el hecho de que la red nos saca de la realidad y nos transporta a un espacio abstracto. O, si lo prefieren, se puede decir de otra manera. Lo que nos pasa deja de estar íntimamente asociado a lo próximo, lo cercano, lo inmediato, lo carnal y, sin dejar de ser también real, se hace algo más distante, retórico o intangible.
Le llamamos libro pero no lo es. Un ebook no es un libro aunque el contenido coincida. Es un objeto navegable, fragmentable, remezclable, reconfigurable, con el que se pueden hacer muchas cosas. El ebook es la excusa para otros objetivos. Ya hemos hablado de las trazas que dejamos y, por tanto, lo que parece que sucede es que hemos alcanzado nuevas capacidades mientras lo navegamos. Y es verdad, pues podemos trocear un libro de tantas maneras que ya no hay ni que leerlo para conocerlo y apropiarlo. Pero nunca debemos olvidar que mientras lo navegamos somos navegados y escrutados. Somos convertidos en una mercancía que las plataformas saben monetizar. Les importan poco los contenidos, los autores, los matices y los detalles. Lo único que vale en la plataforma es lo que cuenta, lo que se puede monitorizar: sólo importa lo que se puede contar, aquello que los algoritmos saben codificar como dato. Las plataformas no comercian con libros, sino con bits. No venden palabras, sino datos.
Las plataformas son interfaces que conectan la demanda de palabras con la oferta de autores, pero esta no está mediada por los libros, los editores o las librerías, pues lo único que importa es el tráfico de datos. En Uber se conecta la necesidad de desplazamientos que tiene la gente con una oferta abundante e informal de conductores que trabajan a precios muy competitivos pero en condiciones precarias y exigentes. Se parece mucho al transporte en taxi pero son cosas muy distintas y por eso estamos en una situación de alarma. Airbnb conecta la necesidad de hospedaje con una oferta informal de habitaciones que pone en peligro la industria de la hostelería y amenaza con la turistificación de las nuestras ciudades. Para ambas plataformas lo óptimo sería acabar con los gremios de los editores, los hosteleros y los taxistas, que son tratados como meros intermediarios que no aportan valor y que, en cambio, actúan como extractores de riqueza. Las plataformas van a destruir el mundo tal y como lo conocemos. Ya quedan pocas tiendas de barrio y, entre las plataformas y las grandes cadenas, cada vez nuestro mundo es menos diverso y más monótono.
Se apoderaron del mundo del libro y ahora parece que han puesto a tiro el aula. No sé qué más cosas tienen que pasar para que reaccionemos y les plantemos cara. No es sólo un asunto de impuestos, también es de soberanía y libertad. Las librerías no se van a salvar si no pasan a ser un asunto de la incumbencia de las bibliotecas de barrio. No hablamos de expropiarlas, sino de convertir su potencial en un activo local. Las bibliotecas sólo deberían comprar libros en su propio barrio y adquirir muchos, todos lo que la gente demande. No para acumular objetos de consumo y salvar un comercio que, sin duda merece otra oportunidad, sino para salvar el barrio y las culturas del aprendizaje. Seguro que hay libreros a los que les interesa este pacto contra la cultura de plataforma, y a favor del barrio como plataforma cultural situada. Y los libreros deberían poner a disposición de la gente su amor al libro, su conocimiento de los lectores y de los sectores más vibrantes del barrio, toda esa gente que pertenece a comunidades de afectados, colectivos ciudadanos y movimientos sociales. Si somos capaces de salvar el libro quizás le ganemos al coronavirus otra batalla más: el aula. No podemos perder la salud y, de ninguna manera, deberíamos admitir que para derrotar a la covid-19 tengamos que sacrificar el aula.
Artículo originalmente publicado en ctxt.es