Profesores, ¿una herramienta obsoleta?

Ainhoa Kaiero Claver

La proliferación de la tecnologí­a en las aulas, la orientación de alumnos para los mercados y la precarización de la profesión docente está teniendo consecuencias graves sobre la formación y las vidas de las generaciones futuras.

Los alumnos están perdiendo la capacidad de escucha. Ya no atienden. El intentar que asimilen algún tipo de conocimiento constituye cada vez más una ardua batalla. A ellos, por su parte, parece divertirles tu impotencia, tu enfado, tu voz quebradiza, tus «gallos»; les deleita el reducirte a la condición de un patético payaso.

Resulta obvio que el profesorado se está quedando obsoleto, y la sociedad, por tanto, insiste en la necesidad de renovar su función y de reprogramar el aprendizaje como un circo de actividades.

Puesto que los niños vienen al instituto a pasar el rato, y demandan, en calidad de nuevos consumidores, un cabaret cargado de efectos especiales, los profesores hemos ahora de entretenerlos mediante distracciones que desarrollen, sin apenas esfuerzo alguno, cuatro destrezas rudimentarias. Y mientras la educación se re-contextualiza así­, cara a la galerí­a, en un parque de atracciones (heredero de esas exposiciones y ferias que desde el siglo XIX convertí­an los progresos cientí­ficos y técnicos en un espectáculo de masas), en la trastienda, el profesorado se encuentra cada vez más ajustado a un mecanismo productivo de fábrica.

La administración exige del profesor una labor de operario y supervisor, constantemente ocupado en aplicar recetas pedagógicas, recabar datos y generar informes, dentro de un proceso educativo altamente burocratizado cuyo sentido tiende por momentos a desvanecerse. Muchos profesores nos vemos cada año «literalmente» engullidos, al igual que Charlot, por un engranaje ininteligible de í­tems y consignas, de criterios de evaluación y estándares de aprendizaje, a la hora de elaborar una programación.

Recuerdo que hace tiempo una inspectora calificó de «evolución del oficio» este paso de la docencia, a la tarea de vigilante-guarda de menores, animador, coach, supervisor y burócrata. Sin embargo, el sentimiento de muchos profesores es que con esta nueva diversificación de tareas, su profesionalidad ha sido, si no destruida, al menos considerablemente mermada. Que en la sociedad actual sus conocimientos, su experiencia y su criterio profesional apenas ya se tienen en cuenta. Y viendo la enseñanza relegada a la obsolescencia por las nuevas técnicas de aprendizaje, se preguntan: ¿qué demonios ha pasado?

Educación de mercado

Lo que se esconde, tras toda esta mistificación de la tecnologí­a, la innovación y demás charlatanerí­a en boga, es una apropiación del proceso educativo por parte de los agentes económicos. Lejos de los discursos humanistas e ilustrados, de esos grandes ideales de la formación del individuo y de un ciudadano instruido y responsable, en nuestro sistema actual impera el criterio «pragmático» de poner el aprendizaje al servicio de las necesidades socio-económicas, es decir, de las necesidades del mercado.

Hemos, por tanto, de preparar a las nuevas generaciones para una realidad económica cada vez más basada en el intercambio de servicios, de bienes inmateriales y, como ya adelantara Lyotard hace tres décadas, en una conversión del conocimiento en información mercantilizable.

La mal llamada «sociedad del conocimiento» no es, en este sentido, más que una industrialización del saber en aras a su posible explotación y rentabilidad capitalista. Si a lo largo del siglo XVIII los nuevos modos de producción de la industria absorbieron, desmantelaron y reconstruyeron la actividad artesanal de los gremios, parece que le ha tocado el turno a todas esas actividades profesionales «no productivas» (como las clasificara Adam Smith) que articulan el sector servicios. Gracias al desarrollo de las TIC (Tecnologí­as de la Información y la Comunicación), todos estos conocimientos están siendo adaptados a una cadena de procedimientos computerizados, permitiendo así­ su posterior manipulación por parte de los nuevos obreros, consagrados a un trabajo más «intelectual» que manual, del siglo XXI.

De ahí­ la intervención operada por los agentes económicos en el sistema de enseñanza donde se transmiten estas áreas del saber vinculadas a las profesiones «liberales». La transformación de la naturaleza del conocimiento, requerí­a igualmente una alteración de las instituciones tradicionales y de los métodos «artesanales» encargados de su reproducción y mantenimiento, principalmente la reforma radical de una Universidad asociada aún a modos arcaicos y gremiales, y en segundo lugar, del resto de cuerpos aparejados al proceso de enseñanza (primaria y secundaria).

La reconversión industrial de estas instituciones debí­a desmantelar la «vieja» enseñanza de un saber sustantivo, demasiado teórico, académico y rí­gido para los usos de nuestra sociedad informatizada, e implantar un «nuevo» sistema de aprendizaje más moderno orientado hacia un saber procedimental, eminentemente práctico, flexible y dinámico, cuyo modelo inspirador, por cierto, provení­a del ámbito de la cibernética.

Decí­a Walter Benjamin que con la llegada de la difusión de la información, comenzaba el declive del arte de narrar, y con él, de la comunicabilidad de la experiencia. En el ámbito del conocimiento, la incursión de las TIC está igualmente ocasionando una pérdida de los saberes sustantivos y de sus modos de transmisión «artesanales».

Al igual que una narración, un área de saber contiene la sedimentación paulatina de un conjunto de experiencias, transferidas y reelaboradas por diferentes «manos» (y «mentes») a lo largo de la historia. En las disciplinas, los contenidos (si por éstos entendemos los «conceptos», «ideas», «temas», «datos» o «teorí­as» de una rama de conocimiento) y los procedimientos («metodologí­as», «técnicas», «lógicas», etc.) se dan entrelazados, sin que puedan llegar a desconectarse arbitrariamente, del mismo modo en que lo narrado y la narración siempre se manifiestan de manera conjunta e indisociable.

Cuando pienso en mi materia que es la «Música», por ejemplo, la entiendo como una constelación de conceptos, lógicas, técnicas y teorí­as sobre la experiencia sonora, interrelacionadas. Así­ como un narrador transmite tanto unos acontecimientos, como la vivencia y comprensión que él mismo hace de estos hechos relatados, también yo, al comunicar a mis alumnos ciertas fórmulas y conceptos, los reavivo desde mi propia sensibilidad y entendimiento. Y a su vez, un alumno que recoge mis explicaciones ha de realizar un ejercicio activo de interpretación, comprensión y asimilación de estas enseñanzas.

Al contrario de lo que las teorí­as pedagógicas al uso pretenden hacernos creer, la escucha o la lectura concentrada, la toma de notas y apuntes, la imitación y repetición de un procedimiento (todas ellas metodologí­as asociadas a una periclitadas «clases magistrales»), no son operaciones de recepción pasivas, sino ejercicios de una percepción creativa donde el alumno asimila generando sus propias conexiones. De manera que, en esta comunicación inter-subjetiva de generación en generación, el saber no sólo se transmite sino que también se expande y se reelabora dando lugar a nuevas perspectivas. Las materias albergan, por tanto, un saber teórico-práctico ligado a una experiencia de sentido infinitamente renovable.

La informatización, como ya señalara Lyotard, exterioriza el conocimiento respecto al «sabiente», lo desliga de su experiencia, y lo fija en una serie de parámetros y ordenamientos formales que facilitan una manipulación abstracta.

Los principios pedagógicos inspirados en el aprendizaje de la máquina, la cibernética, rechazan así­ por completo la transmisión «artesanal» de los saberes: aniquilan el componente corporal y aprehensivo (como percepción) del conocimiento; niegan la experiencia interna del sentido, y la sustituyen por un manejo externo de signos que proyectan significados; refutan el papel del saber como actividad que nos permite comprender, habitar y orientarnos en el mundo, y lo asocian con una mera utilidad instrumental, insensible y alienante; invalidan, por último, la comunicación inter-subjetiva entre generaciones, anulando el rol del profesor y condenando a la obsolescencia el ejercicio docente.

Las nuevas directrices pedagógicas implantadas en los ámbitos de primaria y secundaria ahondan en esta lí­nea, al promocionar la adquisición de unas destrezas genéricas, las denominadas Competencias Clave, en detrimento de las disciplinas usuales. A fin de desarrollar estas Competencias en el alumnado, se conmina al profesor a planificar en su materia una serie de acciones (recogidas en los Criterios de Evaluación) asociadas a unos contenidos cada vez más sucintos y esquematizados.

A lo largo de este proceso, la enseñanza del profesor, en su labor tradicional de transmitir saberes, se ve sustituida por un protagonismo del niño que «construye» su propio aprendizaje. Se requiere de los niños no tanto una actitud reflexiva y observadora, como dinámica y participativa; los alumnos no deben ya escuchar, percibir o comprender, sino emprender, disponer y actuar.

De esta manera, las aulas se transforman en escenario de una hiperactividad compulsiva, en la que continuamente hay que dar «cosas que hacer» y mantener a los alumnos a toda costa atareados y entretenidos. Los institutos rebosan de niños que hacen murales, que montan exposiciones, que realizan maquetas, que efectúan experimentos y producen ví­deos, niños que fabrican hasta su propio saber y emulan a todos esos DJ del conocimiento (principalmente bloggers y youtubers), que tanto admiran, colgando sus propias producciones en internet. Y con ello, lo que se observa es una manipulación cada vez más pobre y externa de informaciones, un corta-pega que pone de manifiesto la ausencia de una comprensión, asimilación y reelaboración profunda de los conocimientos, la incapacidad de generar sí­ntesis, interpretaciones, de desarrollar algún tipo de razonamiento.

Los Criterios de Evaluación pro-ce-di-mentalizan así­ el conocimiento en una cadena sucesiva de operaciones, fragmentándolo, desarticulándolo y despojándolo finalmente de toda substancia.

A través de estas actividades propuestas, consistentes principalmente en una aplicación y manipulación de signos a partir de determinadas consignas o instrucciones de juego, los Estándares de Aprendizaje miden la adquisición o no de determinadas habilidades programadas: la capacidad del alumno de «procesar» y manejar información, de codificar y descodificar significados… Valga como ejemplo el siguiente estándar perteneciente a mi materia: «Reconoce los parámetros del sonido y los elementos básicos del lenguaje musical, utilizando un lenguaje técnico apropiado». Este enunciado parece más digno de un lenguaje de programación, destinado a un robot o a un sistema cibernético, que del aprendizaje de un ser humano.

De ahí­ que este adiestramiento procedimental se preste a un entrenamiento directo del alumno (o «usuario») con la máquina, es decir, con determinadas aplicaciones y programas informáticos creados para favorecer el auto-aprendizaje.

¿Para qué sirven los docentes?

Claro que, si el alumno puede ya instruirse directamente con sus tablets, fomentando el negocio lucrativo de la industria informática, ¿para qué siguen contratando a profesores? ¿Cuál es el rol que nos reservan? Se dirí­a que el de un «personal training» (aunque resulte un tanto complicado con 30 alumnos en el aula), o el de un «monitor» que anime el entrenamiento grupal y personalizado (siempre atentos a la diversidad) de sus pupilos.

Por descontado que, tratándose de menores, deberá realizar una labor de vigilante y guarda de los mismos en todas aquellas horas que los padres que trabajan, y no pueden hacerse cargo de ellos, nos los confí­en. Siendo además adolescentes en una edad crí­tica, ciertas nociones de psicologí­a, siempre serán bienvenidas. Aunque, principalmente, su cometido consistirá en ser un supervisor del correcto funcionamiento del proceso de enseñanza, recogiendo semanalmente la evolución en las Competencias de cada usuario.

Ello implica que, en lugar de malgastar el tiempo tratando de explicar inútilmente la materia, el profesor ha de dedicar buena parte de la hora en anotar (preferentemente en una moderna aplicación de su tablet) si cada uno de sus 30 alumnos asistieron o no a clase, si trajeron o no los materiales, si realizaron o no la tarea de casa, si participaron o no en alguna de las actividades realizadas en clase, si demostraron o no haber adquirido las destrezas programadas, si son capaces o no de aprender de sus errores (tal como lo hace un programa cibernético avanzado), si se comportaron o no adecuadamente, si en su mal comportamiento manifestaron o no actitudes ofensivas, etc.

Un profesor eficiente de hoy en dí­a debe registrarlo absolutamente todo, dado que su opinión y criterio profesional han sido invalidados y ya no cuentan ni para inspección (los jefes), ni para alumnos y padres (los clientes). De modo que lo que estas nuevas asignaciones conllevan, es una proletarización del docente cuya autoridad profesional ha sido aniquilada. Y, tal como señala Renán Vega Cantor, esta proletarización se efectúa además tanto a un nivel técnico, puesto que la labor del profesor es la de un simple operario sometido a un aparato de producción técnico y administrado, como ideológico, ya que los fines sociales de este proceso han sido intervenidos y se escapan igualmente a su control.

Dicha proletarización se ve además reforzada por la condición precaria de un extenso cuerpo de interinos, cuya inestabilidad laboral en los centros coarta sus posibilidades de intervención en los proyectos de enseñanza.

¿Cuál serí­a entonces el propósito del proceso educativo a dí­a de hoy? ¿Formar a nuestros alumnos como personas? Obviamente, no. ¿Contribuir al desarrollo de su formación profesional? En realidad, tampoco. El régimen actual no se orienta a formar futuros profesionales dotados de un amplio conocimiento en un área de saber concreto, sino a operarios, precarios y camaleónicos, dotados de unas habilidades genéricas que les capaciten para reprogramarse continuamente en función de las necesidades del mercado.

En este sentido, el sistema competencial que nos ocupa está diseñado para desarrollar en el individuo tanto unas destrezas básicas (competencias cientí­ficas, digitales y lingüí­sticas principalmente), como determinadas conductas y actitudes (competencias sociales, de emprendedurí­a, de aprender a aprender).

La ingenierí­a neoliberal planifica (y perdonen la contradicción del término) el proceso educativo a fin de que sirva a su modelo ideal de sociedad: aquella en la que los individuos operan dentro de un régimen libre de intercambio, adaptándose de manera flexible a las demandas y ofertas que surjan en este contexto, con capacidad de emprender cambios en su ocupación si los precios del mercado (salarios bajos en un determinado oficio, por ejemplo) así­ lo sugieren, con capacidad para adquirir incansablemente nuevas habilidades.

Los mercados globales, cada vez más dinámicos e inestables, precisan de esta clase de agente camaleón, más que de profesionales con una formación sólida y delimitada, cuyo exceso de cualificación dificultaba su re-ocupación (engrosando así­ las listas del paro) e imponí­a, además, ciertos reconocimientos salariales (los empleadores han conseguido, en este sentido, desarticular las regulaciones de los gremios «liberales»).

Esta nueva orientación acaba, por tanto, con lo que antaño se denominaba «el ascensor social», es decir, la posibilidad de una mejora de condiciones para los hijos de la clase obrera que accedí­an mediante la escuela pública y gratuita a una formación. Y con ello se extingue también esa cultura del esfuerzo, unida al aprovechamiento en los estudios, necesaria a la consecución de una rama profesional.

En lugar de ello, fabricamos una masa ingente de individuos escasamente cualificados, consumidores asiduos de formaciones y cursillos que les permitan ir tirando, improvisando sobre la marcha, en las diversas y cambiantes ocupaciones que se les puedan ofertar (los jóvenes precarios conocemos ya esta realidad de primera mano).

Individuos con una reducida preparación tanto a escala profesional, como humana, dado que el utilitarismo high-tech imperante, que incluso ha calado profundamente en las nuevas generaciones (a nuestros alumnos les han hecho creer que todo conocimiento es válido siempre y cuando se someta a los imperativos de utilidad inmediata y de novedad), no les permite nutrirse de una verdadera cultura que les facilite el comprender y desenvolverse en nuestro hábitat.

De ahí­ que este des-enraizamiento de los jóvenes, huérfanos de una identidad y de una tradición, los convierta en subjetividades frágiles y volátiles, fácilmente manipulables por cualquier tipo de discurso que los seduzca, ya sean los prototipos de los modos de vida capitalistas, ya sean otras doctrinas más «peligrosas» que canalicen los sueños rotos y el malestar de aquellos excluidos de este paraí­so neoliberal.

Nuestro mundo no precisa de nuevos y sofisticados mecanismos que intensifiquen su instrumentalización. Demanda, por el contrario, más que nunca, el desarrollo de nuevas capacidades simbólicas que nos permitan pensarlo, aprehenderlo y habitarlo. Por eso es tan necesario reclamar y restituir la dignidad profesional del profesorado y de todos aquellos transmisores de la cultura y del saber.

Artí­culo originalmente publicado en elsaltodiario.com

2 comentarios en «Profesores, ¿una herramienta obsoleta?»

  1. Profesores, ¿una herramienta obsoleta?
    Lo veo excesivamente teórico y ausente de autocrítica. El rol del profesor está en crisis, se enseña en muchos casos como hace un siglo. Ganarse el interés de la clase es complicado y requiere mucho tiempo, ahí está la clave. El profesor es un engranaje conservador del sistema, enfrentado por el sistema y de forma deliberada a alumnos y padres.

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