¿Por qué lo llaman esfuerzo cuando quieren decir sacrificio?

¿Por qué lo llaman esfuerzo cuando quieren decir sacrificio?

Pese a que no esté bien delimitado y su definición cause controversia, la cultura del esfuerzo es uno de los conceptos que más división genera entre el profesorado. Hasta qué punto es lícito pedir que el alumnado se esfuerce y qué consecuencias tiene esta exigencia.

MANUEL FERNÁNDEZ NAVAS

Este verano, como todos últimamente, el debate docente ha estado servido en Twitter con la polarización que lo caracteriza y de la que se hace eco el compañero Toni Solano en este mismo diario.

Uno de los debates más enquistados ha sido el ya redundante asunto de la “cultura del esfuerzo”.

Digo redundante porque no es la primera vez –ni la última- que este tema se convierte en fuente de conflictos entre el profesorado.

Conviene señalar que el punto álgido de este debate se dio durante el gobierno del Partido Popular en los momentos pre LOMCE. La cultura del esfuerzo fue uno de los argumentos (junto al discurso de la excelencia) que se dieron para justificar la necesidad de una nueva ley educativa en la línea que este partido defendía.

Personalmente, me parece que el debate es falaz en sus inicios, ya que se alude a una cuestión innegable, pero planteada de forma tramposa: “Para aprender hace falta esforzarse”.

Sin embargo, nada tiene que ver la cultura del esfuerzo con el esfuerzo que produce aprendizaje, ni este es el mismo para todos y todas.

Vamos a tratar de verlo despacio, porque la clave -a mi entender- está más que en la dicotomía “esfuerzo sí o no”, que es la falacia, en “esfuerzo cómo y para qué”.

Decía un profesor de mi facultad: “Aprender es como hacer el amor, algo que cuesta mucho esfuerzo pero que todos hacemos de buen grado”.

Esta metáfora recoge una de las cuestiones biológicas que nos identifican como especie: el interés por aprender, la curiosidad. Cuestión esta de la que se hacen eco todas las investigaciones psicológicas sobre la motivación en las que se recoge, además, y de forma unánime, la importancia de la motivación intrínseca para un aprendizaje de calidad. Por lo tanto, el aprendizaje se convierte en un acto voluntario.

Podemos poner a nuestro alumnado en situaciones que lo obliguen a reproducir. Pero por muchas situaciones de este tipo a las que lo expongamos, esta reproducción puede tener que ver con lo que están aprendiendo o no; e, incluso, estar produciendo aprendizajes contrarios a lo que queríamos enseñar. Es una de las principales críticas al conductismo en su día, que lo que ocurre dentro de la “caja negra” no tiene por qué tener que ver con la respuesta condicionada (Alcaraz Salarirche, 2014; Pérez Gómez, 1992, 1998, 2008).

El problema aquí, por tanto, se torna entonces en conseguir que el alumnado tenga interés por aprender lo que nosotros queremos enseñarle. Cómo hacemos esto es la pregunta que se sitúa en el centro del trabajo docente (planteado de forma acorde a lo que nos dice la ciencia, tan de moda que está esto); y de ahí, que muchas perspectivas educativas sitúen al docente más como un diseñador de ambientes de aprendizaje –con toda la dificultad y conocimientos que entraña hacer esto de manera adecuada– que como un transmisor de conocimientos (si es que transmitir es el verbo adecuado para esto. Recordemos que aprender es una construcción única y personal que hacemos en nuestras cabezas y que conecta con los conocimientos previos que determina una experiencia única e irrepetible. Hay que terminar con esta idea de homogeneidad en los aprendizajes para hablar de ellos con cierto rigor, pero esto sería asunto de otro post).

Conviene resaltar que diseñar estos espacios de aprendizaje no tiene nada que ver con utilizar metodologías pre-hechas o rechazar otras de forma directa. Desconfío por sistema de todo lo que me reduce la complejidad de la educación a una serie de pasos que seguir. Por desgracia nuestro trabajo es mucho más complicado que esto. Esto se ve claro, por ejemplo, con la clase magistral que en muchas ocasiones se ha demonizado. El problema no es la clase magistral, sino su uso continuado y exclusivo. El principio pedagógico siempre es –y ha sido– la pluralidad metodológica adaptada a mi contexto y mi alumnado. Tarea didáctica esta, correspondiente al profesor o profesora.

A parte de la problemática de cara a favorecer el aprendizaje que planea sobre toda esta situación de la cultura del esfuerzo, hay una realidad de la que pocas veces somos –o queremos ser– conscientes: el acuerdo entre todas las investigaciones en reconocer que hay una relación directa entre rendimiento académico y clase social. Incluso la propia OCDE (2016) en su informe sobre el alumnado de bajo rendimiento reconoce esta circunstancia.

Aquí es donde se cae el castillo de naipes de la cultura del esfuerzo: el “esfuerzo” no es el mismo para un chaval de clase media-alta con un padre médico y una madre ingeniera que tienen toda una infraestructura de apoyo y con unas altas expectativas culturales y académicas proyectadas sobre él, que para otro de clase baja que pasa todo el día al cuidado de sus abuelos junto a sus tres hermanos con los que comparte cuarto y cuyos padres pasan el día trabajando fuera en el sector servicios.

El capital cultural que diría Bourdieu no es el mismo para ambos chavales y la escuela tiene como misión compensar desigualdades sociales (esto no lo digo yo, lo dicen todas las leyes educativas desde la LOGSE). Un ejemplo claro lo encontramos en el texto de la LOMCE (ley poco sospechosa de estar en contra de la cultura del esfuerzo) cuando dice que:

La equidad, que garantice la igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de la personalidad a través de la educación, la inclusión educativa, la igualdad de derechos y oportunidades que ayuden a superar cualquier discriminación y la accesibilidad universal a la educación, y que actúe como elemento compensador de las desigualdades personales, culturales, económicas y sociales, con especial atención a las que se deriven de cualquier tipo de discapacidad. (LOMCE, Artículo único, apartado b)

Esta compensación de las desigualdades sociales no sólo no ocurre con el planteamiento basado en la cultura del esfuerzo, sino que, además, nos podemos encontrar con que la escuela acaba reproduciendo y legitimando dichas desigualdades (Baudelot y Establet, 1975; Bowles y Gintis, 1976; Bourdieu y Passeron, 1981; Anyon, 1983; Willis, 1988; Apple, 1991; Connell, 1999; Giroux, 2001). De este modo, lo que eran desigualdades sociales que compensar por la sociedad se convierten en diferencias académicas cuya responsabilidad, por arte de magia, ha pasado a ser individual, del alumno que no “se ha esforzado”. Da igual que dicho esfuerzo fuera una labor hercúlea para unos y una cuestión más llevadera para otros.

Solo los de una determinada clase social con un determinado capital cultural, aguantan una forma de trabajar basada en la reproducción sin sentido ni utilidad, mientras que los de las clases sociales más bajas tienen la presión de su capital cultural en el sentido contrario: “Cuanto antes te incorpores a trabajar y dejes de perder el tiempo en la escuela para empezar a traer dinero a casa, mejor”.

Llegados a este punto, suele salir a relucir que la escuela no debe cubrir la función de los servicios sociales, argumento un tanto demagógico este. No es excluyente reclamar mayor inversión social para reducir estas desigualdades, con pedir que la forma de trabajar en la escuela no las reproduzca. Para ello hemos de garantizar que nuestro alumnado aprende lo máximo posible. Pues es el conocimiento, aprendido de verdad, lo que les permitirá ser más autónomos y poder dar un “salto de clase social”.

Por eso nadie discute que aprender conlleve esfuerzo, nadie habla de bajar el nivel (asunto sobre el que hablaremos en otro post); lo que se discute es que el único argumento para aprender sea que “haya que esforzarse” y no todo lo “que tendría que hacer que valiera la pena esforzarse”: ofrecer problemas que pongan al alumnado en un contexto de aplicación y/o producción del conocimiento y no de reproducción (Bernstein, 2000), con sentido; que el conocimiento tuviera valor de uso para la vida diaria y no únicamente valor de cambio por una nota; que la actividad que realizar fuera un problema complejo e interesante. En definitiva, de nuevo, que el trabajo escolar vaya planteado acorde a lo que la “ciencia” nos dice que debe ser…

¿Cuál es el problema entonces? Que lo que tienen en común todas estas cuestiones es que dependen del profesorado (como responsable en el diseño de las actividades de aprendizaje de su alumnado), mientras que la cultura del esfuerzo se le exige al alumnado que la traiga de casa. En este sentido lo que les pedimos tiene más que ver, en mi opinión, con el sacrificio, que según la RAE es: “Ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación”. Me parece que este demostrar el esfuerzo tiene más que ver con demostrar sumisión, demostrar ser digno, que con una preocupación relacionada con el aprendizaje; mucho menos con la justicia social.

A mi me suena más a excusatio non petita, accusatio manifesta pues parecen excusarse de antemano porque su trabajo no dé frutos: “Yo me he esforzado pero mi alumnado no”. Sin embargo, convienen recordar aquí que es al docente al que se le supone experto en educación y es al docente al que se le paga por ello, no al alumnado.

Luego podemos hablar de la dificultad, mayúscula, titánica, hercúlea,… de la tarea. Pero como profesionales, lo lógico es exigirnos que hagamos las cosas lo mejor posible, acordes al conocimiento profesional acumulado.

Esta es la tarea que la sociedad encarga a la educación y nuestro trabajo es, al menos, tratar de cumplir con ella dentro de nuestras posibilidades. Y para ello hacen falta recursos, bajar ratios… pero ya anticipo que imprescindible es, también, que entre el profesorado tengamos las cosas claras.


Referencias

Alcaraz Salarirche, N. (2014). “Un viejo trío de conceptos: aprendizaje, currículum y evaluación”. Aula De Encuentro, 16(2). Recuperado a partir de https://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/ADE/article/view/1771

Anyon, J. (1983). “Intersections of Gender and Class: Accommodation and Resistance by Working-Class and Affluent Females to Contradictory Sex- Role Ideologies”. En Walker, S. y Barton, L. (eds.) (pp. 25-48), Gender, Class, and Education. Falmer.

Apple, M. (1991). Ideología y currículo. Akal.

Baudelot, C. y Establet, R. (1975). La escuela capitalista. Siglo XXI.

Bernstein, B. (2000): Pedagogy, Symbolic Control and Identity. Theory, Research, Critique. Rowman & Littlefield Publishers.

Bowles, S. Y Gintis, H. (1976). La meritocracia y el coeficiente de inteligencia: una nueva falacia del capitalismo. Anagrama.

Bourdieu, P. y Passeron, J. C. (1981). La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. Laia.

Connell, R. W. (1999). Escuelas y justicia social. Morata

Giroux, H. (2001). Theory and Resistance in Education: Towards a Pedagogy for the Opposition. Bergin & Garvey.

OCDE (2016). Pisa estudiantes de bajo rendimiento. Por qué se quedan atrás y cómo ayudarles a tener éxito. Resultados principales. Recuperado de: https://www.oecd.org/pisa/keyfindings/PISA-2012-Estudiantes-de-bajo-rendimiento.pdf

Pérez Gómez, Á. I. (1992). “Las funciones sociales de la escuela. De la reproducción a la reconstrucción crítica del conocimiento y la experiencia”. En Gimeno Sacristán, J., y Pérez Gómez, Á. I. (Eds.), Comprender y transformar la enseñanza (pp. 17-33). Morata.

Pérez Gómez, Á. I. (1998). La cultura escolar en la sociedad neoliberal. Morata.

Pérez Gómez, Á. I. (2008). “¿Competencias o pensamiento práctico? La construcción de los significados de representación y de acción”. En Gimeno Sacristán, J. (Ed.), Educar por competencias ¿qué hay de nuevo? (pp. 59-102).
Morata.

Willis, P. (1988). Aprendiendo a trabajar: cómo los chicos de clase obrera consiguen trabajos de clase obrera. Akal

Este artículo fue originalmente publicado en eldiariodelaeducacion.com

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