Nueva ley, viejas prioridades
Esta semana las derechas españolas han dejado muy claro por qué están en contra de la nueva Ley de Educación: no extiende aun más la enseñanza concertada, no concede importancia académica a la asignatura de religión católica y no margina a las lenguas cooficiales del país. Estos argumentos, que podrían considerarse un borrador de su próxima ley, se resumen en cuatro ideas básicas: privatización, confesionalidad, reproducción social y nacionalismo centralista.
Hemos vuelto a escuchar referencias a la Constitución para defender la ampliación de los conciertos educativos. En efecto, el artículo 27 menciona la libertad de enseñanza y de creación de centros docentes, pero no dice que deba cumplirse mediante subvenciones del Estado. Un recurso que sirvió hace cuarenta años para asegurar la escolarización de la población se ha convertido para la derecha en una forma de acercarse a la clase media, que a menudo no puede asumir los precios de un centro totalmente privado pero quiere distinguirse de grupos sociales más desfavorecidos. La mayoría de estos centros pertenecen a órdenes religiosas que lucharon por otorgar más importancia a la religión católica, incluso en Bachillerato. Esta decisión cuestiona los principios más elementales del pensamiento científico: en los institutos españoles es posible difundir doctrinas creacionistas al mismo tiempo que el profesorado de Historia o de Biología explica el proceso de hominización o la evolución de las especies. Con la ley del Partido Popular, las ciencias se sitúan al mismo nivel que la religión ya que son contenidos evaluables para el acceso a la Universidad. Finalmente, no solo la razón y la superstición se mezclan a lo largo de la mañana, sino que quienes enseñan Valores Éticos o Ciudadanía son acusados de adoctrinar al alumnado. El mundo al revés.
La ampliación de la enseñanza concertada, además, busca deliberadamente la segregación escolar y social, con el objetivo de crear dos trayectorias educativas paralelas: la privada-concertada para las familias que lo puedan pagar y la pública, muy saturada, para quienes no puedan permitirse estos gastos. Por lo tanto, el argumento de la libre elección de centro vuelve a ser falaz, ya que son los colegios los que eligen a las familias a través de sus cuotas. En definitiva, se trata no solo de aceptar el principio de reproducción social y cultural con el que Bourdieu criticaba el sistema educativo, sino de estimularlo sin complejos. Cuando el alumnado de institutos públicos y periféricos consigue los mejores resultados en las pruebas de acceso la Universidad sin que cierta clase media se pregunte para qué se ha gastado tanto dinero en sus hijos, es porque la educación privada-concertada cumple una función social además de académica. Aísla al alumnado de supuestos colectivos «poco frecuentables» y contribuye a tejer relaciones sociales que podrán ser útiles en un futuro. Y por eso este modelo lucha por extenderse hacia el Bachillerato o hacia la Universidad (cuyos establecimientos privados no exigen ni siquiera un aprobado en la prueba de acceso) donde se promueve la subida de tasas para eliminar competencia y el expediente académico por encima del nivel de renta para conceder becas.
Finalmente, la defensa del castellano como única lengua vehicular está basada en argumentos poco sólidos y debería alejarse de la instrumentalización política nacionalista. Si los datos disponibles sitúan a Cataluña en la media española de dominio del castellano y todo el mundo sabe que las lenguas minoritarias necesitan cuidados especiales para sobrevivir, tiene lógica darles prioridad en el sistema educativo. Que los autoproclamados defensores de una lengua hablada por casi quinientos millones de personas, que avanza rápidamente incluso en países como EE.UU, protesten como si estuviera sucediendo lo contrario recuerda épocas pasadas en las que el castellano pretendía ser la lengua del cristianismo y del imperio.
Así las cosas, es difícil saber si la nueva ley podrá resistir el ataque tan claro a la educación pública, aconfesional, meritocrática y respetuosa con las diferencias culturales de este país que acaba de plantear la derecha española. Cuando nos lamentamos por la abundancia de leyes y la falta de consenso en política educativa, podríamos preguntarnos también si, en otros países, los partidos conservadores impugnan sistemáticamente cualquier esfuerzo dirigido a mejorar el sistema público.
Este artículo fue originalmente publicado en elperiodicodearagon.com