LOMLOE y burocracia: ¿hacia un taylorismo pedagógico?
El pormenorizado diseño de las Programaciones Didácticas propio de la burocracia de la LOMLOE ha alcanzado un grado de exigencia que no estaba presente en leyes educativas anteriores. ¿Qué implicaciones pedagógicas y sociales puede suponer la codificación hasta el más mínimo detalle de la labor docente?
SERGIO DE CASTRO SÁNCHEZ (Delegado Sindical de CGT Enseñanza Aragón-La Rioja y Profesor de Filosofía)
“Las burocracias no son tanto por sí mismas formas de estupidez
como formas de organizar la estupidez”
David Graeber
Si hay una constante entre las quejas que denuncia el profesorado de cualquier nivel es la de la excesiva burocratización de los centros y del propio proceso educativo. Las quejas, más que justificadas, suelen centrarse en el cada vez mayor tiempo necesario para cumplir con los requisitos burocráticos impuestos por la administración. Un conjunto de obligaciones que no solo restan al profesorado un precioso tiempo que debería poder dedicar a su verdadero trabajo, sino que llegan incluso a quitarle buena parte de la ilusión por el mismo.
Sin embargo, creemos que las críticas deberían ir más allá y tratar de mostrar las implicaciones pedagógicas —y, por extensión, sociales— de dicha burocratización. Unas implicaciones que tienen que ver con ciertas pulsiones inherentes a la lógica del Estado (tan cercanas a los intereses del capital) y de las que debemos ser conscientes por mucho que seamos defensores de la escuela pública.
Programaciones Didácticas y LOMLOE
El presente curso escolar está siendo el de la implantación definitiva de la LOMLOE en los cursos impares de todos los niveles educativos: Infantil, Primaria, ESO y Bachillerato (el próximo curso se ampliará al resto de niveles). En los últimos 20 años, con cuatro leyes educativas a nuestras espaldas, nunca se había dado tamaño desconcierto entre el profesorado como el que se está produciendo este año a la hora de elaborar las Programaciones Didácticas (en las que nos centraremos en el presente artículo). En Aragón al menos, el galimatías está siendo de tal calibre que la entrega de las mismas se ha ido retrasando hasta el 2 de junio, cuando el curso ya habrá prácticamente acabado. El sinsentido es evidente dado que dichas programaciones deben dirigir la labor docente a lo largo del año académico que, a esas alturas, ya será, prácticamente, cosa del pasado.
No queremos expulsar del presente texto a quien haya decidido sumergirse en él, por lo que no describiremos los pormenores de la elaboración de las Programaciones Didácticas propias de la LOMLOE. Tan solo diremos que el grado de concreción e interrelación que se exige a la hora de programar cada uno de los pasos que se dan en el aula entre objetivos, competencias clave (entre ellas, ocho en total, la “competencia emprendedora”) y específicas de cada materia, criterios de evaluación, saberes básicos y situaciones de aprendizaje (la lista, en realidad, es más larga) ha alcanzado un nivel completamente nuevo respecto a anteriores leyes.
La dificultad que supone plasmar el trabajo en el aula de todo un año en base a todas esas exigencias se está viendo acompañada por multitud de cursos de formación para aprender a realizar dichas programaciones y numerosas reuniones del profesorado, así como de visitas de inspección a los centros para resolver dudas al respecto. La cuestión, creemos, fundamental, la de cómo aplicar en el aula el cambio de paradigma que supone la LOMLOE (la evaluación por competencias y no por contenidos), apenas parece merecer atención por parte de la administración. Pareciera que ésta —al menos en el caso aragonés— estuviera más preocupada en que el profesorado entregue dichas programaciones ajustadas a las nuevas exigencias legislativas que en que podamos realmente poner en marcha las nuevas bondades del aprendizaje por competencias.
Este espíritu burocrático con el que se está implantando la LOMLOE, más allá de las cuestiones puramente pedagógicas —sobre las que no entraremos—, pensamos que forma parte de una lógica estatal que no debemos olvidar —especialmente quienes nos dedicamos a la docencia— y que, según nuestra opinión, la presente ley profundiza como nunca antes.
Taylorismo pedagógico, burocracia y estandarización
El enfrentarse al diseño de la programación de una materia concreta supone, con la LOMLOE, codificar todo el proceso educativo hasta el más mínimo detalle. Cada actuación en el aula debe cumplir una multitud de requisitos que, de ser observados, encorsetan toda la labor docente alrededor de unas estrictas categorías que lo mecanizan y determinan en base a criterios supuestamente científicos y objetivos. La exigencia de que todas esas categorías se interrelacionen con los objetivos del tema tratado, de la materia en general, de la etapa educativa, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, con otras materias, etc. puede dar la impresión de responder a un proceso de aprendizaje caracterizado por la libertad y la amplitud, ocultando la auténtica realidad: un encorsetado simplismo cuya única finalidad es la de adecuar el proceso educativo a la legibilidad del mismo por parte del Estado.
Reducir lo que sucede en el aula a una serie de ítems interconectados que deben desarrollarse de manera mecánica y predecible forma parte de una manera muy concreta de enfrentarse a la realidad social y natural por parte de los burócratas. Como señala Scott, “las abstracciones necesariamente simples de las grandes instituciones burocráticas nunca pueden representar adecuadamente la verdadera complejidad de los procesos naturales o sociales. Las categorías son demasiado toscas, estáticas, estilizadas para hacer justicia al mundo que pretenden describir” (SCOTT, James C.: Lo que ve el Estado, FCE: Ciudad de México, 2021, p. 339).
Pareciera que la enseñanza buscara convertirse en una especie de cadena de montaje en la que cada movimiento debe estar calibrado y medido en función de su rentabilidad “pedagógica”. Una rentabilidad que se aplica a la labor docente pero que, en lo referente al alumnado, busca la construcción de un sujeto definido por el que consideramos que es uno de los nuevos términos introducidos por la LOMLOE más distópicos y clarificadores: el de “perfil de salida”.
Según el Ministerio de Educación, el perfil de salida “identifica y define, en conexión con los retos del siglo XXI, las competencias clave que se espera que los alumnos y alumnas hayan desarrollado al completar esta fase de su itinerario formativo”, refiriéndose a la ESO en este caso. No se trata de nada nuevo en realidad, aunque la propia terminología utilizada indica la que creemos que es la lógica profunda que queremos describir. Una lógica que comprende el aprendizaje escolar como un proceso programado, computacional (de inputs/outputs), mecanizado, regido por estrictos parámetros, predefinidos por la administración, que buscan un resultado muy concreto: la estandarización del “resultado” final. Se trataría de una especie de “taylorismo pedagógico” en el que cada gesto pedagógico ha sido previsto y calibrado “científicamente”. El proceso debe poder ser codificado y medido de manera pormenorizada en vistas a un resultado final, definido por los intereses que la administración entiende como propios de una sociedad democrática y que, como sabemos, en demasiadas ocasiones siguen de cerca los intereses del capital.
Las llamadas por parte de la LOMLOE a tener en cuenta la realidad socio-económica de los centros o las referencias a la “atención a la diversidad”, creemos, no son más que un espejismo. Toda esa diversidad debe ser categorizada bajo los mismos parámetros normativos. Así, por ejemplo, la “atención a la diversidad” se convierte en excluyente en tanto solo afecta a quienes se salen de “la norma”, la cual debe ser construida de manera sistemática, burocrática, hacia un “perfil de salida” que, de no ser alcanzado, supondrá para el alumnado en cuestión ser considerado un “fracasado” (escolar).
Esta estandarización a partir de la mecanización y categorización de la labor docente formaría parte, en realidad, de una pulsión interna del Estado moderno: la de “crear un terreno y una población exactamente con las características estandarizadas más fáciles de monitorear, contabilizar, evaluar y administrar” (Ibid., p. 120). La máquina burocrática escolar necesita, para ser operativa, de un alumnado estándar, ideal, ajeno a la diversidad de lo real. Se nos viene a la mente, por supuesto, el informe PISA que la OCDE ha conseguido situar como referente “científico” y “objetivo” de la calidad de todo proceso educativo.
En definitiva: el “taylorismo pedagógico” supondría una profundización en el intento por parte de los burócratas de reducir el proceso educativo a criterios legibles por el Estado a partir de la codificación y la mecanización del mismo. Algo en consonancia con el hecho de que, como señala Scott, el objetivo de muchas de sus actividades “es transformar a la población, el espacio y la naturaleza bajo su jurisdicción en un sistema cerrado que no sorprenda y que pueda observarse y controlarse mejor” (Ibid., p. 122).
Legibilidad pedagógica como utopía
La intrincada red de interrelaciones que, según los burócratas, describe y prescribe lo que debe ser el proceso educativo oculta lo que todo docente sabe: que hay cosas que suceden en un aula —con frecuencia, las más interesantes y pedagógicas de todas— que no son medibles ni objetivables ni, mucho menos, predecibles; no pueden, en definitiva, formar parte de un esquema preconcebido de competencias, saberes, situaciones de aprendizaje, etc. No son, y quizá ahí está el “problema”, legibles por el Estado: se escapan a su control.
Desde cierto punto de vista, el intento burocrático por controlar el proceso educativo reduciéndolo a elementos legibles por la administración no funcionará porque la realidad de las aulas seguirá ajena a las prescripciones esclerotizadas por cuadrantes y páginas excell. Sin embargo, por otro lado, tienen el peligro de funcionar hasta cierto nivel. Como señala Scott, “a menudo, los funcionarios estatales logran que sus categorías perduren e imponen sus simplificaciones, pues de todas las instituciones el Estado es el mejor equipado para insistir en tratar a la gente acorde a sus esquemas”. (Ibid., p. 122)
Con otras palabras: no funcionaran a nivel pedagógico (no supondrán una mejora de la educación que recibe el alumnado), pero puede que la simplificación burocrática del proceso educativo acabe instaurando (quizá habría que decir, profundizando) esa misma lógica simplificadora en las aulas y, por extensión, en la sociedad. Como señala Scott, “el objetivo utópico inmanente y continuamente frustrado del Estado moderno es reducir la caótica, desordenada y siempre cambiante realidad social subyacente a algo más cercano a la cuadrícula administrativa de sus observaciones”. (Ibid., p. 120)
Burocratización en tiempos de Google Classroom
No creemos que se deba olvidar que este paso adelante de la LOMLOE en la precodificación, estandarización y categorización del proceso educativo a partir de criterios simplistas, a pesar de su carácter intrincado, se realiza con las grandes empresas tecnológicas ya instaladas en nuestras escuelas.
En un sistema como el que prescribe la nueva burocracia programática escolar, el profesorado corre el riesgo de convertirse en poco más que en un gestor de datos vinculados a procesos supuestamente objetivos y científicamente predeterminados; de convertirse, en definitiva, en contable y fiscalizador de los ítems que predefinen el proceso educativo. Tras compartir los materiales de la materia en el Classroom (puede que, incluso, éstos ya le hayan sido facilitados por la editorial correspondiente) al profesorado no le quedaría otra cosa que hacer que irse a su plantilla excell y levantar acta del resultado final.
La “inteligencia” pedagógica se ve reducida a la misma lógica que lleva a llamar “inteligentes” a aparatos de vigilancia y de control social cuya supuesta “inteligencia” se define por su capacidad de obediencia —a través de sus innumerables funciones— a la multiplicidad de necesidades creadas por el mercado y la vida “moderna”. Quizá el problema con la Inteligencia Artificial no consista solo en que las máquinas lleguen a ser capaces de emular la inteligencia humana, sino que ésta última sea reducida a la de las máquinas. Quizá el único problema en las escuelas (sobre el que ya está trabajando, por ejemplo, Google) no sea solo el que las grandes tecnológicas hagan posible el prescindir del personal docente; quizá el problema sea también que, mientras ese momento llega y para facilitar dicho tránsito, la lógica tecnocrática y burocrática de las administraciones educativas nos esté tratando de convertir —al profesorado y, por extensión, al alumnado— en simples máquinas al servicio del poder del Estado y sus dueños.
Este artículo fue originalmente publicado en el blog El Rumor de las Multitudes de elsaltodiario.com.