La profesión docente, entre la ética y las competencias

La profesión docente, entre la ética y las competencias

Un debate necesario en relación con las 24 propuestas de reforma de la profesión docente, propuestas por el Ministerio de Educación y Formación Profesional, con especial referencia al “Marco de competencias profesionales docentes” que se propone en el mismo.

JOSÉ IGNACIO RIVAS FLORES

Decía Paulo Freire en su libro póstumo El Grito Manso: “La tarea fundamental de educadores y educadoras es vivir éticamente, practicar la ética diariamente con los niños y los jóvenes, esto es mucho más importante que el tema de biología, si somos profesores de biología”. Frente a esta posición respecto a lo que significa ser docente, el Ministerio de Educación y Formación Profesional nos presenta 24 propuestas de reforma para la mejora de la profesión docente. La primera que plantea es: “Acordar un marco de competencias Profesionales Docentes”. Esto es, tipificar qué es eso de ser docente, en una serie de condiciones previamente establecidas, atendiendo a un protocolo estandarizado. De hecho, se establece que este Marco se tendrá en cuenta en las diferentes propuestas normativas que se recogen en dicho documento.

Para quien ha dedicado su vida a la enseñanza y se lo ha tomado como una forma de vida, debe causarle cierto rubor pensar como puede ajustar su experiencia cotidiana a un sistema establecido por un conjunto de expertos burócratas. Qué tiene que ver un listado de ítems que definen lo que es ser docente, con las relaciones que mantiene con los chicos y las chicas con los que trabaja diariamente. Cómo contemplar la incertidumbre diaria, la imprevisión de la vida del aula, las distintas realidades de su estudiantado, las realidades familiares que viven, la crisis económica y una naturaleza que se muere día a día. Desde mi punto de vista hay una desconexión importante entre el legislador, que busca controlar y regular lo que entiende por enseñanza, y la tarea que cada día todo docente tiene que desarrollar con un grupo más o menos grande de chicos y chicas, en condiciones de trabajo poco gratificantes, en buena parte de los casos.

Si algo nos enseñan las evidencias de las investigaciones educativas es que la vida del aula difícilmente se puede constreñir a unas pautas establecidas. También nos enseñan que el afán de las políticas educativas es promover modelos universales, que permitan un control del trabajo docente. No obstante, hablamos de una profesión regulada por el Estado, desde que este asumió, hace ya 200 años, que la educación supone una herramienta para la consolidación de un modelo de ciudadanía y de sociedad. En la medida que se iba consolidando el pensamiento tecnocrático e instrumental del racionalismo liberal y positivista, la profesión docente avanzó por este camino de la regulación, estableciendo la “enseñanza” como objeto de su trabajo.

Pensar en enseñanza, desde esta perspectiva, significa hablar de una acción intencional desde una jerarquía “socio-epistemológica” que actúa sobre un colectivo que debe incorporar eso que se le enseña. Etimológicamente, enseñar (del latín insignare) significa “señalar hacia”. Esto es, marcar el camino a seguir. Lo cual, a mí en particular, me lleva a cuestionar el sentido de este concepto, a partir del principio ético del que nos advierte Freire. Podemos añadirle, además, los avances en una epistemología constructivista, crítica, compleja y transformadora.

Decía también Freire que “la educación es un acto de amor, por tanto, de valor”. Esto supone pensarla desde la relación, el diálogo y el reconocimiento del otro o la otra, como sujeto humano en las mismas condiciones. El amor se basa en la horizontalidad, la paridad, la igualdad y el respeto al otro o la otra, por lo que es, no por lo que me gustaría que fuera. La enseñanza, como relación jerárquica, no tendría cabida en esta posición. Más bien deberíamos pensar en el vínculo que generamos con para crecer juntos. En este sentido entiendo que diseñar el trabajo docente desde la perspectiva de un marco de competencias nos enfrenta al riesgo de sostener y reforzar este modelo de enseñanza. Entre otras cosas, desde esta perspectiva el estudiantado queda fuera de foco, quedando solo como el objeto de la acción docente, violentando su soberanía epistemológica. Esto es, la construcción autónoma, en un marco colectivo, de su visión del mundo y de la realidad.

Diseñar el trabajo docente desde un catálogo de competencias profesionales, desde la lógica que acabo de mostrar, supone un intento de estandarización y homogeneización de la profesión docente. Este es el mejor modo de controlar, pero también de segregar y excluir. La homogeneidad, cuando además es planteada desde la hegemonía, supone siempre dejar fuera todo aquello que no entra en la norma que representa. Una de las consecuencias más relevantes es que esta exclusión siempre tiene lugar por el mismo lado: por el de lo más débiles. El lado de aquellos sujetos para los que la educación es una posibilidad de superar la situación de vulnerados y excluidos. La estandarización siempre se produce desde una norma elaborada desde las posiciones de poder y casi nunca tiene en cuenta la diversidad y las situaciones de marginalidad de buena parte de la población. Desde la ideología neoliberal, la que sustenta estas políticas, la marginación es responsabilidad de los propios marginados, que deben hacer el esfuerzo de intentar acercarse a la norma. Unas competencias estandarizadas difícilmente van a contemplar el trabajo docente en estas condiciones.

Otra dimensión importante que no se tiene en cuenta son las condiciones en las que los docentes tienen que ejercer su trabajo. La realidad que nos encontramos en nuestro país es una profesión desvalorizada, y con unas condiciones de trabajo poco estimulantes para la transformación de los procesos educativos: plantillas diseñadas al mínimo, trabajo aislado en aulas sobrecargadas, pocas expectativas de promoción más allá del cumplir años de servicio, dependencia de libros de texto controlados por los poderes fácticos, una autonomía controlada… por citar solo algunas de ellas.

El trabajo docente en el sistema educativo actual se puede definir en relación con lo que vengo denominando “moral neoliberal escolar”. Esto es, la adecuación de las acciones y los pensamientos de los docentes a un proyecto social, político y económico que está colonizando las instituciones. La escolar en particular. Podría resumir este proyecto en torno a unos pocos ejes, aunque sus derivas son múltiples: la enseñanza entendida como tareas, con la consiguiente instrumentalización de la actividad escolar; la regulación del comportamiento en torno a la disciplina y el orden, poniendo en juego un principio de autoridad y de poder; la cultura evaluadora para establecer el criterio de verdad, de éxito y de calidad, entendida como adecuación a una norma impuesta (solo es válido aquello que se evalúa); deslocalización de la tarea docente, alejando a la comunidad y el entorno del trabajo docente (la escuela es de los docentes); el principio clasificatorio de la organización de la escuela, que limita y constriñe la experiencia escolar, haciendo viables la estrategia de control y la burocratización de la tarea docente.

Estas son solo algunas de las condiciones que, en mi opinión, obstaculizan y dificultan la puesta en marcha de prácticas docentes transformadoras y críticas. Por tanto, que alejan a los y las docentes de una ética de la relación en torno a prácticas emancipadoras. Estandarizar el trabajo docente desde esta óptica neoliberal que caracteriza la escuela actual, anula el debate sobre las finalidades y el sentido de lo educativo. De este modo se neutraliza el proyecto ético de la profesión, en el sentir de Freire. Lo cual es el mejor modo de m

antener el control sobre la educación y los docentes. Apuntaba Stephen Ball hace años que el trabajo docente es siempre políticamente sospechoso. Apreciación que también se ha defendido siempre desde la pedagogía crítica. Educar es un arma para la liberación de los sujetos y de los colectivos. Por tanto, un riesgo para los poderosos y para el sistema neoliberal. No nos extrañe entonces que una propuesta de “mejora” de la profesión docente empiece por una propuesta de regulación.

Entiendo que la mejor posibilidad de transformación del sujeto en línea con su emancipación es reconocer la soberanía del sujeto (docente y discente) a la que antes me refería, en un proceso dialógico con otros y otras (docente y discente) a partir del cual avanzar en una nueva soberanía construida colectivamente. El concepto de enseñanza, por tanto, se transgrede a favor de la necesidad de compartir, dialogar, pensar en común, desde la diferencia, en una lógica glocal de entender el mundo. Reivindico, por tanto, una ética de la profesión, antes que un catálogo de competencias. Pero, evidentemente, esta propuesta no debe ser políticamente correcta.

Este artículo fue originalmente publicado en eldiariodelaeducacion.com.

CGT Enseñanza Aragón

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