La educación es el futuro compartido
Cerrando el triste primer trimestre de este, esperemos que único, curso completo bajo la pandemia, ahora que parece que habrá una nueva ley de educación fallida, leemos el libro Pedagogías y emancipación, publicado por el MACBA bajo la dirección de Pablo Martínez, en busca de preguntas pertinentes. De voces ajenas que vengan a removernos al tiempo que nos contagiamos de ambiciones e intenciones renovadas. El coro de voces necesarias de este libro nombra muchos de los problemas invisibles, tapados por la urgencia de lo cotidiano, que ahogan a nuestra escuela y apuntan con agudeza muchas de las irrenunciables tareas pendientes.
Lamentablemente muchas de ellas no se abordan en esta nueva ley que transformará demasiado poco, a pesar de venir acompañada del espectáculo falaz de rasgado de vestiduras de los tertulianos y los portavoces en nombre de la educación. Como suele ser habitual, lo más importante de la puesta en escena de esta performance mediática de dudosa calidad es lo que no se dice. Lo que no se dice sobre las condiciones reales, materiales y humanas en las que tiene lugar la experiencia educativa cada día y de sus consecuencias. Y eso que es muy fácil deducir de los datos la relación directa entre fracaso escolar, pobreza y nivel educativo de lxs tutorxs legales. Espejo siniestro de la sociedad cruel que somos.
De una reforma educativa deberíamos al menos esperar la valentía de imaginar otro futuro, de señalar ese futuro como algo a redefinir y construir en comunidad en contra de lo abyecto del presente. Pero, para estos cambios profundos, se necesita una sociedad civil que empuje desde abajo, que reclame que la educación sea un espacio de confianza afectiva, de disfrute y complejidad, de complicidad, ambición y cuestionamiento, de apertura a la inteligencia y el deseo. Donde aprendamos que nos apela lo de todxs. Una escuela que no se conforme con la intención manifiesta de no serlo, sino que efectivamente ponga los medios para no ser el primer obstáculo por razón de tu sangre, hogar, barrio, color o deseo.
Herederos del temeroso subdesarrollo cultural de la dictadura y del borrado de memoria de clase que ejerció la cultura de la transición, nos dejamos entretener con la libertad de elección que oculta la segregación, la mercantilización, la recalificación de terrenos y la financiación ilegal; la “lengua vehicular” como estandarte de una españolidad excluyente; o la confesionalidad del Estado aconfesional. Ninguno de estos debates con repercusión mediática son sobre educación aunque digan serlo; pertenecen al terreno de la disputa partidista y la guerra cultural, asociada a la difusión simbólica del incuestionado modelo económico.
La reclusión forzosa de la pasada primavera pudo ser un momento para la reflexión colectiva y para sacar conclusiones, también sobre la educación. Muchxs se dieron cuenta, solo cuando no estaba, de la importancia de la escuela y de lxs que allí trabajamos, niñxs, jóvenes y adultxs; de lo difícil e insustituible que resulta y lo que supone la pérdida de su formato presencial. Pero no se quiso o no se supo o no se pudo, y ahora que hemos vuelto parece que poco importa ya debatirlo. En estas urgencias pandémicas, en este malestar deprimido y enmascarado en las calles y las escuelas, nos estamos dejando hacer. Continúa la extracción de fondos públicos y cesión a contratas privadas, mientras la tramposa meritocracia oligárquica aprovecha ya esta siguiente crisis y pone nuevos taludes para mantener inalterada la reproducción social. El futuro no existe en los tiempos políticos contemporáneos, aún menos el futuro de todxs, el común. Quieren convencernos de nuestra incapacidad para pensar, proyectar y hacer el futuro.
Sin embargo, es precisamente con una concepción del tiempo presente enfocada en la idea de la construcción de un futuro, con la que se vive, se hace, se trabaja y se encarna la práctica educativa y se va a la escuela. Imposible esta dedicación común sin una buena dosis de fe en un futuro mucho mejor para aquellxs que no lo tienen ya asegurado. Si viviésemos la escuela sólo desde el hoy, nadie la aguantaría.
Emociona ver la palabra emancipación en el título de este libro sobre pedagogía cuando es un término progresivamente desterrado de las leyes educativas. Para ser libres, y este término en plural debe entenderse como condición previa e indispensable, es imprescindible formarse, adquirir saberes y conocimientos y no solo competencias; desarrollarse, configurar una identidad y agenciarse herramientas de confrontación crítica con la construcción de lo real, que se ejerce jerárquicamente desde los poderes no democráticos; imaginarse, desear cambios y entender que buena parte de ellos solo pueden ser colectivos; y, en vez de mecanizar comportamientos exclusivamente adaptativos, aprender a reconocer el poder y la libertad de producir junto a otrxs otras formas de vida.
Otras maneras de vivir, ya que la que tenemos sigue siendo, fuera de toda duda, inadecuada, dañina, opresiva, explotadora, enfermiza, terrible e injusta para una enorme parte de la población local y global. Porque reescribiendo un fragmento de la primera frase del sugerente texto de Marina Garcés, la educación es una práctica humana antigua precisamente porque no sabemos vivir. Seguimos como humanidad aprendiendo a vivir. Y a menudo, como nos cuenta la historia, hemos olvidado catastróficamente lo aprendido. Es hermoso pensar que si supiéramos vivir, no necesitaríamos de la educación. Como apunta Garcés, la emancipación puede ser aprender a vivir juntos pensando cadx unx por sí mismx, siendo el papel de la escuela dotar de los tiempos y lugares para esa emancipación, en la que todxs nos comprometamos diciendo: “No sé quién eres, pero aquí estamos”.
En los otros capítulos de este libro a cargo de Janna Graham, val flores, Concha Fernández Martorell y Jordi Solé Blanch, asistimos a un emocionante repaso por el legado de las pedagogías radicales; se advierte cómo el “giro educativo” en las instituciones artísticas y culturales se emplea para enmascarar cómo se degrada y abandona el sistema público de educación; se reclama el valor del tiempo como elemento fundamental para hacer/vivir de otra manera en el entorno educativo; se da cuenta de un hacer no resignado que construya ya contra el presente; se habla de un acompañamiento que implique escucha y demanda de las condiciones materiales de vida como parte de los cambios necesarios dando espacio a todo eso que, en realidad, es el fuera de campo de lo que trazan las leyes educativas.
También se revisita críticamente el lenguaje y se nos invita a practicar nuestra tarea poéticamente y atándola a la experiencia. Hacer poesía es hacer arte, es romper con la comprensión automática del mundo. Un aprender para no dar por consignado y cerrado, para no dar por sabido, aprender para seguir preguntando, para seguir habitando la quiebra ante lo dado como inevitable, para negarse a ocupar una posición subalterna. Abrir el aula a lo raro y extraño, al feminismo y la disidencia sexual, rompiendo la transparencia y claridad capitalistas, cuestionando modelos de innovación educativa que desvinculen el aprendizaje de la adquisición de saberes o que proyecten la tarea educativa como una forma de control social, atomizando a los sujetos y otorgando a la educación la finalidad de la construcción de identidades enfermas, forzadas a simular (como las empresas en las redes) estar siempre expandiéndose, eternamente optimistas, acríticas, absolutamente disponibles y flexibles. La máquina sonriente del malestar que tanta patología individual y colectiva genera.
Oímos como se habla de la apatía y abulia en lxs jóvenxs, como se les hace responsables, en su irresponsabilidad, incluso de la expansión de la pandemia, somos testigos de cómo se les reprocha falta de entusiasmo o se diagnostica su hiperactividad. Simultáneamente se recrimina a los docentes no estar educando adecuadamente a las nuevas generaciones en la adquisición de competencias clave para el siglo XXI, como aprender a aprender o sentido de iniciativa y espíritu emprendedor (sí, se llama así) que tanto tienen que ver con este discurso del autocontrol emocional, de la automotivación, de la concepción de lxs otrxs como competidorxs, de aceptación de la autoexplotación, de convertir la existencia en un libro de autoayuda y después ir al gimnasio a descargar la ira. Pero nadie se molesta en reconocer en estos síntomas acciones de resistencia. No son tontxs nuestrxs jóvenes, perciben e intuyen buena parte del plan y nos mandan a paseo.
Un objetivo prioritario de la nueva ley debería haber sido dar una oportunidad real, romper la definición circular según la que los buenos estudiantes son los que han estudiado, cuando los que estudian son solo los ya predeterminados para ser los buenos estudiantes. Que no lo sea duele más viniendo de un gobierno que se autodenomina social. Si la escuela solo sirve para reproducir lo que ya traen de casa, algo estamos haciendo rematadamente mal.
Esta nueva ley es una vuelta a la LOE –con su lenguaje empresarial, que no es exclusivo de las leyes educativas del PP–, a la que se aporta esperemos que algo más que un titular sobre objetivos de la agenda de desarrollo sostenible e igualdad de género. Y si bien es positivo que se rescate la diversificación curricular y que la enseñanza pública recupere parte de los recursos económicos que se le han venido sustrayendo a lo largo de las últimas décadas, se echa en falta valentía para abordar una reforma educativa radical y experimental, con mayor ambición de futuro y más objetivos ligados a otros aspectos políticos de reducción de las desigualdades, vinculando y forzando los recursos a las dificultades detectadas, bajando la ratio para atender a la individualidad y la diversidad, estabilizando plantillas que puedan trabajar a medio plazo, reivindicando las enseñanzas artísticas y la filosofía, racionalizando currículo y deberes, generando programas para familias, educación de adultos y acción y proyectos sociales de mejora en el entorno como parte de las actuaciones de los centros educativos. Esto no es un trabajo que podamos asumir en exclusiva los educadores, de la misma forma que los sanitarios no pueden hacer frente, solo con su vocación, a las limitaciones de personal o la reducción de medios materiales, o a la irresponsabilidad individual o colectiva. La mano izquierda del Estado, que decía Bourdieu, o tiene un respaldo social o se desploma.
No es la educación lo que produce seres infelices y malestar social, son los modos de vida impuestos e injustos que nuestrxs jovenxs experimentan en sus hogares todos los días. Es la vida precaria de la mayoría, que conviene y enriquece tan sólo a una élite que tiene los medios para imponer su visión del mundo sobre el conjunto. Somos una sociedad deprimida y desde la depresión es difícil imaginar el mañana. Pero esta depresión es inducida y de ella saldremos cambiando rutinas, empeñándonos en vivir otras cosas y no las mismas, resistiéndonos a educar para la resignación, inventando aprenderes ilusionantes que enraicen en la ambición de vivir juntxs de modos más complejos, sostenibles y felices. Educar para la complejidad del mundo y las gentes evitará que intolerantes caudillos nos simplifiquen la realidad por nuestro bien. En eso estamos muchxs y en eso seguiremos, más allá de las leyes y las pandemias, porque tenemos la responsabilidad de acompañar a niñxs y jóvenes a un futuro que estará en su mano definir. Y que será mejor para el común o no será futuro sino prolongación de un presente interminable.
Marta de Gonzalo y Publio Pérez Prieto son artistas y profesores de secundaria.
Este artículo fue originalmente publicado en ctxt.es.