El tren de odio en los institutos
Hacer como que no pasa nada y apartar la mirada es de una irresponsabilidad tremenda y se lleva haciendo años. Antes eran palabras homófobas escritas en la pizarra. Hoy son voces que quieren cantar el cara al sol o repiten bulos en voz alta, a veces a gritos.
NOELIA ISIDORO
En un tren en marcha nadie es neutral. La mentira de la equidistancia sigue sin sostenerse, pero su daño en el terreno educativo es cada vez más evidente. Lo sabemos quienes damos clase igual que saben los que no están en ella que lo que no se nombra no existe. Que más allá del ruido de la propuesta del veto parental está el silencio en los temarios instalado desde hace décadas. Que el currículo escolar sigue siendo inmenso, tan largo como cuando ellos estudiaron, pero además está descontextualizado. No es solo que a los últimos temas nunca se llegue, es que parece que el final sigue siendo la llegada de la democracia. Aunque sabemos que ahí no termina el trayecto.
Hay cuarenta años de tramo histórico que casi nunca se recorren durante la educación obligatoria. A la transición sin su mito y la continuidad de las instituciones franquistas durante la democracia casi nunca se llega en los temarios de la ESO. Además, el tren no para, se mueve y no lo hace solo en los libros de Historia ni en los inabarcables de otras asignaturas. Avanza en los programas de entretenimiento, en los canales de YouTube y en los bulos que llegan por Instagram y WhatsApp de adolescentes. El contexto actual no tiene nada que ver con el de hace una década, ni siquiera con el de hace tres años. El triunfo de la ultraderecha no se mide solo en votos y diputados, sino en los comentarios bestias disparados a bocajarro que se escuchan en las terrazas de los bares y a veces se hacen estruendo en los pasillos de los institutos.
Hace tres cursos empezamos con las banderas. Lo que antes eran pollas dibujadas en las mesas o en sus cuadernos cuando se aburrían se convirtieron en franjas rojigualdas, jugara o no jugara la selección. De los garabatos pasamos a las pulseras. Y de las tiras de colores a la palabra. Hace un año, en el coloquio posterior a una función teatral a la que acudieron estudiantes de Bachillerato, uno de ellos cerró su intervención con un «¡viva España!» que nada tenía que ver con el tema de la representación. Muchos de sus compañeros aplaudieron con ganas. El bochorno fue espantoso. Al día siguiente, cuando lo comentaba con ellos en clase, no veían el problema. Alguien me dijo al terminar: «Pues profe, tú das Lengua española» (y le faltó subrayar el adjetivo). A la semana volvimos al teatro con un grupo diferente. Mientras esperábamos al comienzo de la representación dos alumnas hacían una story de Instagram coreando «el Valle no se toca». 17 años.
Desde entonces, el ruido ha ido creciendo. Lo que se escucha en los medios y en los bares se traslada a las aulas. Esta semana en mi instituto había grupos de adolescentes entusiasmados con el mitin de Monasterio en su localidad. Muchos acudieron. Otros tantos no, pero en los pasillos el día después había corrillos comentando fotos del acto en sus móviles. El jueves la noticia era otra: el bulo del día de la violación el 24 de abril. Comentándolo en clase, algunos chicos fanfarroneaban y se reían en alto de “su oportunidad”. Dos chicas decían que, por si acaso, no pensaban salir.
Da igual lo que suceda, el discurso del odio, de las calles y los espacios públicos solo para unos pocos va ganando. Hace ruido, se comenta. Por eso no tiene sentido coger la tiza con una venda en los ojos y tapones en los oídos, ni hablar del respeto a los Derechos Humanos solo en momentos puntuales, en días especiales que en ocasiones tienen mucho de decoración y poco de contenido. No se educa sin contexto, igual que no se aprende sin cuestionar. De nada sirve enseñar los medios de comunicación, ni siquiera cómo consultarlos, si cuando ellos comentan bulos nosotras nos ceñimos al tema que toque en el libro de texto.
Hacer como que no pasa nada y apartar la mirada es de una irresponsabilidad tremenda y se lleva haciendo años. Antes eran palabras homófobas escritas en la pizarra. Hoy son voces que quieren cantar el cara al sol o repiten bulos en voz alta, a veces a gritos. La respuesta no puede ser borrar la pizarra, mandar callar y hacer silencio. Ni por pedagogía ni por responsabilidad. La equidistancia es falaz y perversa. Porque en clase tenemos chavales con pulseritas con la bandera sentados al lado de otros que son nigerianos, o marroquíes o colombianas. Porque tienen entre 12 y 18 años y hacen comentarios que encantarían a Abascal. Porque no son solo votos, igual que no son solo pollas o banderas, bulos o vídeos de Tik Tok. Es discurso y convivencia. Y se está yendo a la mierda.
Este artículo fue originalmente publicado en lamarea.com