Al fascismo no se le derrota (solo) en las urnas

Como ya han pasado tres días desde la jornada electoral más ansiogénica y la noche electoral más ansiolítica en muchos años, permítanme que eche un cubito de agua a la fiesta, no sea que nos relajemos más de la cuenta.

Decir «España frenó al fascismo el 28-A» es precioso, yo soy el primero que puso el póster en la habitación. Pero es mentira. Es cierto que temíamos un resultado muy superior, y están por debajo de sus homólogos europeos. Pero de pronto tenemos dos millones y medio de votantes, y 24 diputados en el Congreso, que ya no son aquellos de «la ultraderecha en España no tiene representación porque vota al PP», no: estos son orgullosamente ultraderechistas.

Pero al fascismo no hay que hacerle frente en las urnas, o no solo en las urnas. La electoral es solo una de las vías por donde se abre paso. Para empezar, en estas elecciones no solo hubo un partido diciendo mamarrachadas sobre feminismo, armas, inmigración o Cataluña. Más grave fue que dos partidos «demócratas» comprasen parte de la agenda, le diesen legitimidad y hasta los invitasen a entrar en un gobierno. Supongo que los conservadores y liberales europeos estarán muy contentos con PP y Ciudadanos.

Por otro lado, el discurso fascista no ganó terreno con oscuras técnicas de whatsapp y bots, déjense de cuentos: ha circulado alegre en los grandes medios, empezando por las televisiones, que han prestado un impagable servicio a un partido que encima los despreciaba negando entrevistas y debates.

Pero el problema es más de fondo. Vox es solo la espuma de la marea negra que se nos vendrá encima si nos movemos echando cuentas electorales. En las urnas ha chocado con el techo esperable de la ultraderecha sociológica, pero en otros espacios el nuevo fascismo corre ligero sin que lo reconozcamos ni le pongamos freno.

En un libro reciente y muy oportuno, cuya traducción española he tenido la suerte de prologar, Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida, Jason Stanley identifica, entre otros, uno de los principales combustibles históricos del fascismo: la desigualdad. Dice Stanley que «la política fascista es mucho más eficaz en una situación de marcada desigualdad económica (…), en condiciones de incertidumbre económica, cuando el miedo y el rencor pueden instrumentalizarse para enfrentar a unos ciudadanos con otros».

En una España rota no por el independentismo sino por la creciente desigualdad socioeconómica, podemos consolarnos viendo cómo Vox concentra su voto en los distritos de clase alta. Pero su filtración en los barrios obreros no es despreciable (en torno al 10% en no pocas zonas, viniendo de la nada). Y una vez legitimado electoralmente, podría crecer mientras sigan creciendo la desigualdad, la incertidumbre, el miedo y el rencor.

Por esa relación entre fascismo y desigualdad, Stanley propone un antídoto a nuestro alcance: el sindicato. Aparte de estar comprobado que aquellos países con más presencia sindical son menos desiguales (y viceversa), dice Stanley que «el sindicato es el mecanismo principal que tiene una sociedad para unir a personas muy diferentes entre sí. En las asociaciones sindicales se fomenta la colaboración, el sentido de comunidad y la igualdad salarial. Además, ayudan al trabajador a protegerse frente a los vaivenes del mercado global». De ahí la aversión histórica del fascismo hacia los sindicatos de clase.

Ténganlo en cuenta en este Primero de Mayo, día de la clase trabajadora. Vienen tiempos de resistencia antifascista, de organizarnos, luchar juntas, defender derechos, protegernos y cuidarnos. Y para eso sirve un sindicato.

Podemos pensar que al fascismo se le derrota en las urnas, llenar la despensa de palomitas para el show de Vox en el Congreso, y relajarnos hasta las próximas elecciones. Pero quizás para entonces suframos algo más que ansiedad preelectoral.

Este artículo fue publicado originalmente en eldiario.es

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