A propósito de José Coronado
Pol Rius
Las denuncias de abusos sexuales que hacen las alumnas (también las mujeres adultas, como en el reciente caso de Carlos Vermut y del que habló José Coronado en la última Gala de los Premios Goya), en un cierto número, quedan sin atender. Las personas que deben protegerlas minimizan las consecuencias, prefieren no enfrentar las situaciones, aluden al tiempo que ha pasado entre el acto y la denuncia. Excusas para dejar a menores sin protección algunas.
LIDIA GUILLÉN VALIENTE (Orientadora Educativa EOE Vista Alegre, Córdoba)
La educación, como cualquier ámbito de la vida, alberga horrores. De todos los escenarios en los que te puedes imaginar la discriminación de las mujeres por el simple hecho de serlo, es en el ámbito educativo donde esta perversidad se vuelve aún más inmunda. De hecho, si aún no has tenido la mala suerte de iniciar un «Protocolo de actuación ante casos de violencia de género en el ámbito educativo», ve preparada para cualquier cosa, porque no sabes hasta dónde puede llegar el ingenio del personal para convertir lo blanco en negro y a la alumna más dulce en el mismísimo Saturno devorando a su hijo. Pero, empecemos por el principio.
Marta (nombre ficticio) es una alumna de un pueblo pequeño, de esos en los que hay un cole y, con suerte, un instituto, de esos en los que la directora es de allí, conoce a las familias y en las reuniones sobre cosas importantes, además, hablan de que el panadero ya no pasa a las 12.00 en punto. Marta lleva unos años algo revueltos en el instituto a pesar de haber sido «buena niña» y una alumna a la que, durante la primaria, le gustaba estudiar. Ahora está en 4.º de ESO pero «no está donde tiene que estar», repiten sus profesores. Además, se ha echado novia y todos en el instituto piensan que Marta es «malísima influencia» para la otra chica.
Marta ha explotado, Marta le ha escrito una carta a un profesor, Marta le cuenta, con muchos preámbulos, que hace dos años abusaron de ella física y sexualmente y que quien lo hizo, que en ese momento era su pareja sentimental, está en su misma clase y es un chico de su misma edad.
Nadie da crédito. El profesor que recibe la carta no sabe a quién acudir y viene al departamento de orientación consternado. No sabe qué hacer y además está muy preocupado porque es jueves, se ha pedido el viernes sin sueldo, en el recreo acaba su jornada y de ahí se va directo a «El Rocío», pues no quiere pillar tráfico. ¿Con quién habla, entonces? Va directo a la orientadora, ignorando que la persona a la que debería acudir es la directora del centro, que es la figura de máxima responsabilidad de todos los que allí estamos. La orientadora, tras conocer la noticia, con protocolo de actuación subrayado en mano, se reúne con la directora y, a partir de ahí, todo sucede muy rápido.
Hay nervios, dudas, tanto la directora como el profesor señalan a la alumna y la colocan en el papel perverso de manipuladora y mentirosa; nadie se la cree o todos desean que sea mentira. Se llama a la madre de Marta y allí, dos mujeres reunidas, juzgan a una tercera (esta menor de edad) con el ojo crítico de quien desde la distancia se hubiera defendido, ante la perplejidad de una cuarta.
No hay rastro de los tutores legales del otro implicado, ni de la coordinadora del Plan de Igualdad del centro a la que el protocolo hace referencia. Tampoco se definen medidas que el centro debe llevar a cabo, tan solo hay silencio.
Tras la insistencia de la orientadora sobre la necesidad de iniciar el protocolo con su consiguiente aviso a la Inspección Educativa, la directora del centro llama al inspector «a modo de consulta», pues no ve claro esto de «acusar a un niño sin pruebas». Tras esta llamada, la vulneración de los derechos de la alumna se hace patente, pues es ya la inspección educativa la que no ve conveniente iniciar dicho protocolo, dado que esto sucedió «hace ya mucho tiempo» y el «niño no la está molestando en la actualidad». Eso sí, le da importancia a la posibilidad de que pudiera repetir conductas autolíticas, porque sí, Marta también se autolesionaba en el pasado y protagonizó algún intento de suicidio.
Este es el relato de Marta, pero podría ser el de cualquier otra chica que se enfrenta a la denuncia social de un abuso a manos de su pareja sentimental. Si en el ámbito educativo no se garantiza el derecho de la alumna a ser acompañada, respetada, escuchada y no juzgada, no me quiero imaginar qué no sentirán las muchas mujeres que se hayan visto en una situación similar, en la que no denuncian por miedo a no ser creídas o por miedo a perder amistades fruto del escándalo que supone para pequeñas localidades un asunto de dicha envergadura.
En Andalucía, la Orden de 20 de junio de 2011 por la que se adoptan medidas para la promoción de la convivencia en los centros docentes sostenidos con fondos públicos y se regula el derecho de las familias a participar en el proceso educativo de sus hijos e hijas, establece un protocolo de actuación dedicado exclusivamente a salvaguardar la inocencia e integridad de cualquier alumna que pudiera estar viviendo una situación de abuso. Este protocolo, al igual que otros definidos en esta norma que afectan del mismo modo al alumnado y sus familias, como son el acoso escolar o el maltrato infantil, define unos pasos presumiblemente bien descritos en los que involucra a diferentes miembros de la comunidad educativa, a lo que el centro no puede quedar indiferente.
Ya solo en el primer paso, de los doce que se detallan, establece que «cualquier miembro de la comunidad educativa que tenga conocimiento o sospechas de una situación de violencia de género ejercida sobre una alumna, tiene la obligación de ponerlo en conocimiento del director o directora del centro, a través de las vías ordinarias que el centro tenga establecidas para la participación de sus miembros», haciendo especial hincapié en que «en cualquier caso, el receptor o receptora de la información siempre informará al director o directora o, en su ausencia, a un miembro del equipo directivo».
Los siguientes pasos, a modo de resumen para quien no esté familiarizados con ellos, hacen referencia a actuaciones inmediatas que se deben llevar a cabo desde el momento mismo en que se conoce los hechos, medidas de urgencia que se deben tomar a fin de proteger a la alumna afectada y evitar agresiones, y el traslado a la familia o responsables legales del alumnado implicado con la debida cautela. Todo ello, sin pasar por alto que, en todos los casos en los que se estime que pueda existir una situación de violencia de género, se informará al Servicio Provincial de Inspección Educativa quien, a su vez, con la finalidad de asegurar la necesaria coordinación institucional, informará del inicio del protocolo de actuación a los servicios especializados en materia de violencia de género.
En el relato de Marta, nada de esto ocurrió y sí quedó un amargo sabor de boca que hacía pensar que le estábamos fallando. No solo eso, el personal responsable de su educación puso en duda su relato, minimizó el impacto que sobre ella estaba golpeando el peso de lo vivido, no la estábamos protegiendo.
Y todo ello me transporta irremediablemente al debate social mantenido durante el pasado curso político sobre el consentimiento y la necesaria pedagogía que las instituciones deben desprender sobre el entramado, nada simple, de todo aquello que interviene en la violencia hacia las mujeres. El consentimiento no nos habla solo de ellas, nos posiciona como sociedad y coloca en el centro la autocensura que, con suerte en un futuro próximo, ejercerán nuestros propios jóvenes, especialmente aquellos de género masculino, sobre sus propios comportamientos machistas que, sin considerarse ellos mismos violadores, han ejercido alguna vez hacia alguna mujer de su entorno (por mínimo que sea).
Es necesario, por tanto, que los profesionales del ámbito educativo estén familiarizados y, cómo no decir, sensibilizados, con el abuso y violencias que sufren las mujeres; que se destinen cuantos recursos sean necesarios para la formación de equipos directivos en esta materia, que la no revictimización sea un derecho de las mujeres en cualquier ámbito, pero especialmente en el educativo y que el pensamiento patriarcal que nos inunda a todos y todas no condicione nunca más el verdadero relato de una adolescente, algo alocada, dispersa e incluso que no gusta, que ha sufrido una violación.
Este artículo fue originalmente publicado en eldiariodelaeducacion.com