La escuela para adultos no es cosa de abuelos, sino de jóvenes que pelean por una segunda oportunidad

Elena Cabrera

En este curso se han matriculado en España 230.000 personas en la educación para adultos, la mayorí­a para sacar la Secundaria

Al acabar la clase, hay quien sale del aula, quien se queda en su sitio y quien sale fuera del centro. M. no hace ninguna de estas cosas. Durante el rato del recreo, que aquí­ serí­a más oportuno llamarlo descanso, M. mira a través de la valla a los niños y niñas que juegan en el patio del cole contiguo. Está muy quieta y concentrada porque está buscando a su hijo con la mirada. El descanso en el CEPA de Ciudad Lineal y el recreo en el CEIP Miguel Blasco Vilatela suceden a la vez. La educación también; muchos de los contenidos serán, además, los mismos. Pero la manera de contarlos es diferente porque los alumnos están en momentos vitales radicalmente distintos. M. se está sacando la ESO en el Centro de Educación para Adultos (CEPA), a razón de dos cursos por año. Mientras tanto, su hijo cursa la Primaria en el tiempo infinito de los años escolares.

El colegio está situado en una larga avenida de un barrio obrero de Madrid, donde hay un 9,4% de hombres en paro y un 8,7% de mujeres, incidiendo sobre todo en la población mayor de 45. Además, el 51,9% de las personas que viven en esta zona es de origen extranjero, y eso se nota, a simple vista, en la escuela para adultos. En ella estudia Imane, que nació en Marruecos. Tiene 31 años y dos hijas, una de 4 y otra de 8. Aunque habí­a cursado el Bachillerato en su paí­s, se veí­a incapaz de ayudar a su hija mayor con los deberes, por lo que se decidió a estudiar, de nuevo, la Secundaria. Pero no pudo ponerse a ello hasta que llevó a la pequeña, también, al colegio.

Después de un tiempo asistiendo al CEPA, Imane se dio cuenta de que volver a estudiar no serví­a solo para aprender gramática o ciencias naturales. Termina su sándwich, sentada durante unos minutos en el pasillo de la planta baja del centro: «Ahora tengo amigas», dice, mirando de soslayo a su compañera de clase Isabela. «Me siento bien», añade. Imane sonrí­e de manera suave y elegante, mira a los ojos y elige las palabras exactas, incluso cuando se adentra en un terreno más delicado, al explicar que ha notado que su presencia allí­ disipa «la idea de algunos compañeros» sobre que los musulmanes son «cerrados». «Hay quien piensa así­ pero son minorí­a», dice.

Imane ajusta su hiyab y abrocha bien el abrigo cuando la puerta de entrada se abre y el viento frí­o otoñal se cuela por el pasillo del CEPA, que no se diferencia en nada de un pequeño instituto cualquiera, salvo quizá en que se percibe más tranquilo y menos abarrotado. Ahora que Imane ha empezado a estudiar, ya no quiere parar y se plantea qué cursar en el futuro, quizá Informática, quizá Enfermerí­a, aunque le asaltan las dudas de si no se verá forzada a elegir una profesión en función de la tolerancia que pueda encontrar al uso del velo.

Sentada a su lado, acabando también su merienda, Isabela la apoya. Las dos coinciden en que «es su libertad» y que viven en un paí­s donde «esos derechos se respetan», aunque a veces haya que pelear para defenderlos: «aquí­ es un tema del que se habla mucho», admite Imane. Isabela tiene 29 años y este es también su segundo curso en el CEPA. Ha llegado tarde esta mañana porque estaba haciendo una entrevista: necesita cambiar de trabajo, pero las faltas por motivos laborales no las puede justificar en el colegio.

Su dí­a transcurre así­: se levanta a las siete, prepara a su hija de 8 años y la lleva al colegio, luego se dirige al suyo, donde permanece hasta las tres. A las cinco entra a trabajar como auxiliar de cocina y ya no vuelve a casa hasta las dos de la mañana, incluidos los fines de semana. Es madre sola y se organiza gracias a que su madre cuida de la niña por las tardes. Lo que no puede ocuparse la abuela es de los deberes, así­ que Isabela paga a una mujer más joven para que ayude a su hija por las tardes.

«Lo llevo muy forzado, es muy duro. No tengo momentos de estar juntas, madre e hija», dice Isabela. «Apenas la veo». Isabela no quiere seguir con esta situación y busca dejar su trabajo actual cuanto antes. Sobre ella recaen las responsabilidades de una cocinera por el sueldo «de una lavaplatos», se queja. «Mi jefa me obligó a ir de mañana toda una semana, a pesar de que estoy aquí­ estudiando, pero me dijo ‘esto es lo que hay'». Los ojos de esta estudiante están puestos en la graduación de junio, en un futuro muy próximo, un futuro mucho mejor.

Isabela decidió ponerse a estudiar para optar a trabajos en los que se requiere tener la ESO terminada. Su caso es, según estudios como el de Javier Rujas, un retorno al sistema con el objetivo de aumentar su «capital escolar», una tendencia que fue reforzada con la crisis económica. A partir del curso 2007-2008, los matriculados en educación para adultos se situaron por encima de los 400.000, alcanzado su cota en el curso 2011-2012, con casi 475.000 alumnos. A partir de ahí­, han caí­do rápidamente las matriculaciones. En este curso, en España hay más de 230.000 alumnos matriculados en centros de educación para adultos. El 98,6% de ellos lo hacen en centros públicos.

Estos números hay que mirarlos en relación a los del abandono escolar temprano. Para eso hablamos con Roberto, otro de los alumnos del CEPA de Ciudad Lineal. Abandonó los estudios en 4º de la ESO, después de repetir ese curso dos veces, porque necesitaba trabajar. Tení­a 16 años. Además, querí­a dedicarse a lo que es: artista. No era solo que no pudiera compaginar el estudio y el trabajo, sino que además sentí­a que todo se le hací­a «más grande», que no tení­a «el apoyo del sistema ni del profesorado»: «en lugar de tomarme como un reto, de tratarme como una persona madura que tiene un trabajo, no me entendieron ni me echaron ningún capote», recuerda.

Han pasado 21 años de aquel momento y está aprovechando que está en paro y cobra la prestación para terminar la Secundaria. En aquel año en el que Roberto abandonó, 1998, la tasa de abandono escolar estaba en crecimiento. Era del 22,8% y siempre más alta en los hombres. El trabajo sobre abandono escolar en la década de los 90 que realizaron Felgueroso, Gutiérrez-Domí¨nech y Jiménez-Martí­n apuntaba a la LOGSE como culpable de las altas tasas de aquellos años: «los resultados muestran que la introducción de la ESO (la piedra angular de la LOGSE) fue negativa para los alumnos varones y de alguna manera positiva para las mujeres. Más importante aún, la eliminación del menor nivel de formación profesional (FP’€I) redujo las oportunidades de elección de estudiantes al disminuir la probabilidad de continuar con la formación profesional después de terminar la etapa de educación obligatoria. Ello probablemente contribuyó a contener la caí­da de la tasa de abandono escolar».

Actualmente, esta tasa está en un 17,9%, que es menor pero si lo miramos desagregado, vemos que para los hombres es del 21,7%. Está bajando, ya que el abandono escolar de los hombres llegó a alcanzar un 38% en el año 2008. No obstante, aunque el sistema consigue retener a más estudiantes, la tasa de hombres que abandonan sus estudios en España es la más alta de la Unión Europea. Y esto es alarmante.

Los profesores son la clave

Para Roberto, el CEPA es otro mundo. En él ha encontrado profesores que le tratan como él hubiera deseado que lo hicieran en el Instituto. «Disfruto mucho de la sensación juvenil de volver a estar en clase. También de tener un tiempo que puedo dedicar a desarrollarme. A mí­, que soy bastante emocional, me gusta la sensación de volver a tener compañeros de clase».

Los profesores son la sangre de las arterias del CEPA. En la clase de inglés, Bárbara, no mucho mayor que la mayorí­a de sus alumnos, les enseña con pasión a la vez que es dura en sus advertencias sobre los exámenes o la puntualidad. Una dureza respetuosa, por supuesto, un compromiso entre adultos. Nos permiten asistir a una de sus clases. Como el grupo es numeroso, están ocupando un aula grande, pero en realidad son solo 12 personas, por lo que la amplitud con la que se desarrolla la clase no es solo una amplitud en el espacio, sino también docente e intelectual; una comodidad de la que no disfrutan profesores de Secundaria que se enfrentan a ratios de 30 alumnos por aula.

Generalmente, se piensa que los colectivos que más recurren a la educación reglada para adultos son los que quieren hacer el Acceso a la Universidad para mayores de 25 y las personas de más de 50 años que no finalizaron la EGB. Ese es el estereotipo, pero es falso. La amplia mayorí­a son jóvenes sacándose la ESO en una segunda oportunidad.

«¿Qué significa suegra?», pregunta Imane, que puede hablar en cuatro idiomas pero hay palabras que se le escapan. El español lo ha aprendido en la vida cotidiana, el inglés lo está aprendiendo en el CEPA. Sabiendo francés y árabe, aprender inglés le parece pan comido. Está en ello. En la lección de hoy hay mucho vocabulario sobre parentesco. «Who’s my father’s father?», pregunta Bárbara y ahí­ ya todos empiezan a liarse. «¡Esto parece como de Almodóvar!», dice la profesora.

Pasan al siguiente ejercicio, para el que el libro de texto se apoya en unas fotos de famosos. «El coti-coti», dice un alumno de la primera fila. Sale Justin Bieber y alguna alumna mayor no le reconoce. Carla Bruni no resulta, tampoco, demasiado conocida, pero otro alumno de la primera fila sí­ la reconoce, pero pronuncia el nombre de su marido, Nicolas Sarkozy, con un acento francés tan excelente que el resto de la clase no sabe de quién habla. Hay una foto de Messi. Nadie duda de quién es. «Este cajón vamos a cerrarlo -dice la profesora- aquí­ no se habla ni de fútbol ni de polí­tica». Otra gran diferencia de estas clases con las de los institutos o la universidad es lo altamente participativos que son, al menos la mayorí­a de ellos. Siempre tienen algo que contar, algo que preguntar.

La directora del CEPA, Marí­a Aguilar Mellado, sonrí­e al admitir que es cierto que esa es una de las particularidades que diferencia este alumnado de otros. Por la mañana va gente más joven, entre los 18 y los treinta y pocos; por la tarde, cuando además de las clases hay talleres, informática e Iniciales (el equivalente a Primaria) viene la gente de mayor edad que llega hasta Carmen, la alumna mayor, de 82 años, que no falta jamás por adverso que sea el tiempo. Abundan los alumnos españoles de segunda generación de inmigrantes, sobre todo latinos, afirma Marí­a.

La diversidad y la convivencia generacional es una de las mayores riquezas del CEPA. Aunque no son mayorí­a, el alumnado extranjero se ha ido multiplicando por diez desde el año 2000. A principios de este siglo aún se graduaban más mujeres que hombres, pero ahora está igualado, y así­ sucede igualmente en este colegio de Ciudad Lineal. El punto flaco está, en cambio, en la alta rotación del profesorado, la necesidad de mayor formación y la escasez de docentes.

Casi la totalidad de los profesores de este centro, salvo uno, son interinos. Eso quiere decir que el primer trimestre de cada curso las cosas no van tan engrasadas como deberí­an. Cuando los profesores conocen bien a los alumnos y están cogiendo experiencia en la docencia a adultos, se van. Al curso siguiente, vuelta a empezar. «Partes de cero cada año», admite la directora. «Al no ser una plantilla estable, hay que habilitar a los profesores cada año, enviándoles a un curso voluntario sobre cómo funciona la educación para adultos». Son dos dí­as de cursillo, 10 horas en total para especializar a profesores que vienen de Primaria o Secundaria. «Menos da una piedra, pero no es suficiente», admite Marí­a Aguilar. «En dos dí­as no puedes aprender cómo funciona un CEPA».

Por otro lado, el curso se impartió antes de que algunos de los profesores se les hubiera asignado el destino, por lo que muchos no lo han hecho. Sencillamente han llegado, y quizá por primera vez en su vida han tenido que enseñar matemáticas a una alumna de 82, a una chica de 35 que apenas habla español o a un chaval de 20 que hace cinco años decidió que jamás le entrarí­a en la cabeza. Marí­a también proviene de la enseñanza de Primaria y entiende que se necesita una especialización que no existe. «Venimos con el chip de captarles la atención como se hace en Primaria, y aquí­ hay que hacerlo de otra manera. Son chicos que vienen aquí­ como último recurso y aquí­ tienen que encontrar una máxima acogida, porque si no se marchan».

Cada CEPA decide qué enseñanzas puede impartir, pero debe hacerlo con los recursos que le ofrece la Comunidad Autónoma. Tiene un cupo de profesores y, aunque Marí­a quisiera acabar con la lista de espera para el taller de español para extranjeros, no puede abrir un segundo grupo porque todos sus profesores ya han alcanzado el lí­mite de horas. Tampoco puede ofertar el taller para obtener la nacionalidad, que cuenta con una gran demanda en el barrio, por esa misma falta de docentes. «Si la Consejerí­a de Educación nos ampliase el cupo, podrí­amos trabajar mejor y atender todas las enseñanzas que nos son demandadas», explica. En Madrid hay unos escasos 1.093 profesores dedicados a este tipo de enseñanza.

La luz natural entra potente e irremediable en el CEPA. Atraviesa con rapidez el pasillo y se cuela hasta el fondo. Empuja a sus alumnos hacia la siguiente clase, al próximo dí­a, a una vida mejor al otro lado del verano.

Artí­culo publicado originalmente en eldiario.es

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