¿Enseñanza o educación?
FOTO: Álvaro Minguito
¿No sería conveniente e incluso necesario que ambos, enseñanza y educación, fueran engarzados en los centros de enseñanza? Y, si así fuera, ¿cómo se debería llevar a cabo esa unión?
JULEN GOÑI
En pura teoría, enseñanza y educación no son lo mismo. Sin embargo, aunque aparentemente la diferencia en su significado parezca evidente, continuamente se mezclan ambos conceptos. Y no solo por quienes no deberían tener conocimientos específicos sobre el tema, sino que en la administración también ocurre lo mismo.
Es cierto que tanto la una como la otra corresponde a la sociedad en su conjunto, pero, sin duda, la tarea primordial de los centros educativos es enseñar, es decir, transmitir al alumnado los conocimientos, competencias y habilidades que deben interiorizar. La educación, en cambio, es algo que compete a toda la sociedad, empezando por la familia y continuando por las amistades, la escuela y los medios de información, entre otros. Y está relacionada con los valores, esto es, con el conjunto de contenidos que conforman el modo de ser ético-moral. Por tanto, los centros de enseñanza tan solo son un elemento más en el proceso educativo, el cual tuvo en otros tiempos una gran importancia, pero que, hoy día, va perdiendo influencia y quedando a la sombra de la enseñanza.
Sin embargo, ¿no sería conveniente e incluso necesario que ambos, enseñanza y educación, fueran engarzados en los centros de enseñanza? Y, si así fuera, ¿cómo se debería llevar a cabo esa unión?
Enseñar
¿Qué debería hacer una sociedad para organizar la enseñanza de tal modo que, a su vez, incluyera la preocupación por la educación? Sin lugar a dudas, antes que nada, debería establecer cuáles son los fines de la educación, para, a partir de ellos, llevar a cabo dicha organización.
Históricamente, estos objetivos se han reducido al deseo, por parte del poder, de mantener la estructura social. Partiendo del propio Platón, que proponía una educación que mantuviera la estructura de la sociedad en tres clases, hasta la actualidad, donde todos los datos nos indican que la organización de la enseñanza lo que busca es la repetición de lo que hay desde el punto de vista de la distribución por clases sociales. Por tanto, la intención del poder es mezclar y deshacer la educación dentro de la enseñanza para eternizarse, y para lograrlo se vale del adoctrinamiento.
A pesar de ello, el deseo y la realidad no siempre se identifican. Prueba de lo que afirmo es la experiencia del franquismo que, a pesar de poner todos los medios a su alcance, y de contar con el apoyo de la jerarquía católica, para adaptar a la ciudadanía a su ideología, el correr de los años trajo como resultado partidos comunistas, independentistas, el anarquismo, los sindicatos de clase y otros muchos movimientos contrarios a esa ideología. ¿Qué consecuencias podemos extraer de esto? Cuando menos, una: el adoctrinamiento no garantiza la transmisión fiel de la ideología.
Sabiendo esto, ¿qué es lo que se quiere garantizar cuando se propugna “un sistema público soberano o independiente”? ¿En qué consiste la ventaja: en ser independiente o en su objetivo, sea este el que sea? Y, si fuera en esto último, ¿qué determina que sea preferible a otros, que en vez de una doctrina se tenga otra? El adoctrinamiento es el error, no la doctrina concreta.
La situación
Como consecuencia de lo dicho hasta ahora, se puede afirmar que los centros de enseñanza son tan solo una de las influencias que recibe el alumnado y, quizás, no la más importante. Porque, entre otras cosas, ese alumnado no es como los perros de Pavlov, sino que responde de modo diverso a la información que recibe, según los esquemas mentales que ha ido elaborando a lo largo de los años, unas veces, para aceptar esa información y, otras, para criticarla. Además, en muchas ocasiones, la enseñanza obligatoria la considera más como obligatoria que como enseñanza, con las consecuencias que esto acarrea. El profesorado, por su parte, no está preparado para actuar de psicólogo, de padre espiritual o de padre/madre virtual, ni se le han dado conocimientos de sociología o antropología para resolver los numerosos problemas que inciden en el aula. Sin embargo, se le pide eso y mucho más.
El alumnado está situado en este mundo, que no es imaginario sino real, es decir, envenenado con corrupción, mentira, apariencia, dinero como valor absoluto, falsa democracia —también en los centros de enseñanza—, etc. Y de esas fuentes bebe el alumnado, y no solo de las de la enseñanza. Pero existen instancias con mayor responsabilidad que el profesorado, esas que llevan decenas de años en el poder y que, ante los problemas que sufre la enseñanza pública, deciden otorgar mayor subvención a la privada, quizás con la intención de que sus vástagos no se contaminen.
Una propuesta
A pesar de todo lo anterior, sí es posible enseñar y educar de un modo aceptable en los centros de enseñanza si somos capaces de superar la hipocresía, es decir, si se inculcan al alumnado contenidos como los siguientes:
Que su situación no es en absoluto natural y la libertad al nacer que tanto se ensalza es pura falsedad porque nadie elige las condiciones en las que nace. Que para superar las discriminaciones fruto de esas circunstancias al nacer hay que dotar de medios suficientes a quienes las sufren en proporción inversamente proporcional a su negativa situación, y que la responsabilidad de esto recae en las instituciones públicas, no en las privadas o de caridad. Que, aunque la posibilidad de estudiar está hoy en día muy extendida, eso no garantiza en absoluto la igualdad, porque quienes mandan, los capitalistas, imponen multitud de filtros como, por ejemplo, acuerdos entre determinados centros y empresas para derivar el alumnado, establecer jerarquías en los másteres, dando prioridad a los que solo pueden acceder los más ricos o a través de los tribunales de oposiciones, claramente endogámicos en muchos casos… Que la teoría sin práctica es algo vacío y que, por eso, la democracia solo se aprende ejerciéndola, siendo los centros un lugar apropiado para ello. Que lo oficial no es lo mismo que lo verdadero, pero que lo que no es oficial, tampoco es necesariamente verdadero. Que las violaciones de los derechos humanos por parte de las administraciones no anulan su valor ni justifica su no cumplimiento por parte de la ciudadanía y que, en esto, tiene mayor responsabilidad quien detenta el poder. Que es legítimo y moral luchar contra las injusticias.
Si se tienen en cuenta todas estas ideas, y otras similares que se puedan añadir, las palabras que se transmiten al alumnado serán más creíbles, pero, para ello, tendrán que ser asumidas por la mayoría de la sociedad, y no solo por quienes desarrollan su labor en la enseñanza. Y cualquier nueva ley relativa a la enseñanza/educación debería tenerlas como objetivo a la hora de ser elaborada. Así, se evitaría que cuando la juventud manifiesta su desacuerdo se diga que está manipulada, y que cuando actúa de acuerdo a lo que los adultos esperan de ella se diga que es madura. Porque, como decía Nietzsche: “También la juventud tiene su propia forma de razonar: una razón que crece en la vida, en el amor y en la esperanza”. Este, y no otro, debería ser el objetivo de la enseñanza y de la educación.
Este artículo fue originalmente publicado en elsaltodiario.com