Vicente Monclús, anarquista aragonés preso en los Gulags de Stalin
El historiador Luis Antonio Palacio autor del libro “Tal Vez el día Aragoneses en la URSS (1937-1977)” nos presenta la tremenda historia del anarcosindicalista aragonés Vicente Monclús que pasó quince años presos en los gulags de Stalin.
Vicente Monclús Guallar, nacido en Abiego (Huesca) en 1913, llegó a la Unión Soviética a mediados de enero de 1939 en el marco de la Operación X, en función de la cual la URSS proveería de armamento y asesores técnicos a la acosada República española. Era uno de los 186 jóvenes españoles que conformaban la cuarta expedición de alumnos que debían recibir clases de pilotaje de caza en los aeródromos de Kirovabad, en el Caúcaso. Al igual que la adquisición de armas, el coste de los cursillos se sufragaría con las 507 toneladas de oro de las reservas del Banco de España -el famoso “oro de Moscú”- trasladado a aquel país en los primeros meses de la conflagración.
Los futuros pilotos no llegaron en buen momento: el ambiente amistoso y relajado en que se habían desarrollado los cursos anteriores se había ido enrareciendo paulatinamente conforme crecía la intensidad de las purgas internas desatadas en la URSS desde mediados de 1937. Los roces entre el comisario político Mirov y algunos de los alumnos, procedentes de organizaciones antifascistas nada afines al comunismo soviético, se habían convertido en una enojosa rutina. Esa soterrada tensión alcanzaría su máximo exponente el día en que Mirov anunció a los jóvenes pilotos que los combates en España habían finalizado, con la derrota definitiva de la República. Las acusaciones del comisario soviético contra organizaciones como la CNT-FAI, a las que responsabilizaba del desastre, soliviantaron el ánimo de algunos españoles. Especialmente los de quienes, como Vicente, militaban activamente en la organización anarcosindicalista. Al estallar la guerra el joven se había alistado voluntario en las fuerzas republicanas, con las que había combatido en Aragón y Levante formando parte de la 127ª Brigada de la 28ª División, para pasar después al campo de aviación de La Ribera (Murcia), donde debía cursar estudios de piloto. Aunque su rifirrafe dialéctico con Mirov no fue más allá, bastaría para marcarle ante sus anfitriones soviéticos y, peor aún, ante los delegados e informadores del Partido Comunista de España.
El final de la conflagración marcó también el de los cursos. Tocaba ahora adoptar una resolución en torno al destino de los frustrados alumnos. La oferta rusa para que permanecieran en la URSS no acababa de ser del agrado de muchos de ellos y el regreso a España no era una opción que pudiera tenerse en cuenta, así que buen número de ellos solicitaron viajar a Francia o México, y una treintena larga se mostraron dispuestos a sumarse a las fuerzas chinas que luchaban contra los japoneses.
Su decisión no agradó ni las autoridades soviéticas ni a la cúpula del PCE, que estaba llegando al país tras abandonar España. En las semanas siguientes la oferta de permanencia fue periódicamente renovada y en un lento goteo bastantes de los alumnos se resignaron a quedarse e integrarse en sus estructuras productivas. Entre quienes cedieron no se contaría el de Abiego, quien enseguida se reveló como uno de los líderes de aquel grupo de “refractarios” que preferían irse. A la espera de futuros acontecimientos, éstos fueron trasladados a la lujosa Casa de los Sindicatos de Zanki (Jarkov), donde perdieron todo contacto con quienes habían sido sus compañeros. Si bien lo ignoraban, el final de la guerra también había atrapado en la URSS a tres millares de niños españoles refugiados de guerra y a decenas de tripulantes de los nueve buques republicanos inmovilizados por los soviéticos en los puertos de Murmansk y Odessa, en algún caso desde finales de 1937.
El 2 de mayo de 1939 todo el grupo emprendió viaje hacia la región de Moscú. Su destino era la Escuela Política de la Internacional Comunista de Planiersnaya, donde se les impartirían clases de formación política, a las que algunos se negarían a asistir. Durante su estancia menudearon las visitas de líderes comunistas españoles, que intentarían disuadirles, con mayor o menor éxito, de su idea de salir del país. En cuestión de semanas la situación se deterioraría tanto que cundiría el rumor de que tres miembros del PCE -José Fusimaña, Pelegrín Pérez Galarza y José Sevil- habían tramado un plan para asesinar a varios de los alumnos más reacios a asistir a clase.
Los meses pasaban sin avance perceptible alguno y los jóvenes se decidieron a solicitar la asistencia de algunas embajadas extranjeras capaces de influir en las autoridades soviéticas, unas gestiones que pronto se mostraron infructuosas. A finales de agosto el Pacto Germano-Soviético acabó de enconar los ánimos y Vicente protagonizó un duro enfrentamiento verbal con el presidente de los Sindicatos. Ante el cariz que tomaban las cosas, asustados, algunos optaron por claudicar; no así Vicente ni varias decenas de sus compañeros, que se encastillaron en su rotunda negativa a colaborar o integrarse. El 17 de diciembre de 1939, Vicente y Agustín Puig eran recibidos por el jefe del Negociado del Ministerio de Asuntos Exteriores de la URSS, a quien transmitieron los deseos de más de una treintena de alumnos de que se les entregasen pasaportes para trasladarse a México. Durante algún tiempo su osadía pareció capaz de obtener resultados, ya que el 23 de enero de 1940 el ministro de Exteriores Molotov recibió a una segunda delegación y se mostró receptivo a sus demandas, pero en última instancia lo único que iban a conseguir sería una violenta reacción por parte del PCE. Dos días después, Vicente y siete de sus compañeros eran detenidos y trasladados a la prisión moscovita de Butiskaya, donde fueron sometidos a un grotesco simulacro de juicio ante un “tribunal” formado exclusivamente por varios delegados del PCE, que no vacilaron en solicitar la pena de muerte para todos ellos. Por fortuna los soviéticos impidieron que tan odiosa farsa tuviese un trágico desenlace, aunque no por ello el destino de los ocho acusados iba a ser menos dramático: en los días posteriores los esbirros del régimen intentaron arrancarles una confesión de espionaje a base de someterles a brutales palizas. Incidirían particularmente en el banal incidente ocurrido en Londres durante su viaje a la URSS, cuando varios de ellos abandonaron el buque que les transportaba para visitar la capital británica durante unas horas.
Contra viento y marea, se mantuvieron firmes: en la prisión se multiplicaban las ejecuciones y sabían que en ello les iba la vida. Conseguirían salvarla, pero en un segundo proceso todos fueron condenados a ocho años de internamiento. Vicente y cuatro de sus compañeros fueron embarcados en un tren que les conduciría al ártico junto a otros dos mil prisioneros. A lo largo de ocho días de hambre y miseria -450 hombres murieron durante el traslado- el convoy se internó en la taiga hasta llegar a la confluencia de los ríos Bucherdat y Siberne Dvina, donde los supervivientes abordaron el barco que debía llevarles hasta el remotísimo enclave de Ouquina. A partir de allí, durante más de dos semanas siguieron a pie el trazado de la nueva vía férrea que uniría Cutlas con Vorkuta, en la que trabajaban decenas de miles de presos. En torno suyo, sumidos en un fantasmal mundo de hielo y muerte, famélicos grupos de presos trabajaban penosamente entre montañas de nieve.
Allá en Moscú habían quedado sus compañeros, aterrorizados por la súbita desaparición de sus ocho colegas. La más pura desesperación les llevaría al extremo de solicitar la intervención de las embajadas de Italia y Alemania, las odiadas potencias fascistas contra las que habían combatido en suelo español. Sin embargo la implicación de esos bizarros aliados de la URSS no serviría de mucho y apenas unas decenas de alumnos, niños y marineros lograrían abandonar el país antes de que el 22 de junio de 1941 el ataque germano contra la Unión Soviética pusiera un abrupto fin a las gestiones. Quienes no hubieran logrado salir para aquel entonces comenzarían un largo calvario por los campos de concentración soviéticos y sólo algunos conseguirían regresar a España a bordo del Semíramis en abril de 1954, junto a los últimos prisioneros de la División Azul.
A su llegada al campo, los cinco españoles se hallaban en pésimo estado: Juan Navarro sucumbiría a las pocas semanas y Luis Milla, trasladado por estar gravemente enfermo, nunca volvería a ser visto con vida. Con ellos penaban hombres de todas las nacionalidades -17 en el grupo de 25 trabajadores en el que formaba Vicente-, entre los que se contaban abundantes militantes comunistas que en su día habían buscado refugio en la URSS. Las condiciones de vida eran penosas y embrutecedoras: los internos se encargaban de crear un pasillo a ambos lados de la línea férrea, a base de talar el bosque y desbrozar el terreno. Trabajaban como bestias y recibían por todo alimento un poco de pan negro, col, harina hervida y algo de pescado. Aquel invierno el termómetro descendería hasta los 55º bajo cero y los prisioneros morirían en masa. Algunas fuentes cuantifican en alrededor de un millón el número de reclusos muertos en esa región entre agosto de 1940 y noviembre de 1941.
La única esperanza estribaba en la huida, pero ¿adónde ir? En cientos de kilómetros a la redonda no había otra cosa que un bosque congelado. La frontera finlandesa -la más cercana- estaba a más de mil kilómetros de distancia, sin caminos ni pueblos en los que poder implorar alguna ayuda. Con todo, dedujeron, no había nada que perder, así que el 6 de noviembre de 1940, pertrechados con un par de hachas, cerillas, un cubo, un frasco de tintura de yodo, hilo y agujas y una brújula que un preso les entregó a cambio de uno de sus trajes, Vicente y sus compañeros Juan Salas y José Gironés se lanzaron a la aventura. En un descuido de sus guardianes se apoderaron de los caballos utilizados en el transporte de madera y huyeron a los bosques. Su desesperación era tal que lograron avanzar casi 120 kilómetros a lo largo de dos noches de marcha a través de espesuras cubiertas de nieve, al término de las cuales los animales estaban tan agotados que decidieron sacrificarlos para aprovechar su carne.
Sabían que se les buscaría intensamente, así que decidieron ocultarse en el bosque durante el invierno para reanudar la marcha una vez llegado el buen tiempo. Construyeron una cabaña de ramas y durante varias semanas se limitaron a encender fuego por la noche, alimentándose con la carne de los caballos y algunas bayas que encontraron por ahí. Todo fue bien hasta que un día especialmente gélido decidieron encender fuego durante el día, con la mala fortuna de que el humo de su hoguera fue divisado por el piloto de uno de los pequeños aviones que cubrían la ruta Cutlas-Ijta. El 12 de febrero de 1941 los perros de una patrulla dieron con su paradero. Mordidos y apaleados, tuvieron que caminar durante dos días y medio sin comer ni un bocado hasta un punto desde el que un tren y un camión les devolverían al campamento. Los siguientes diez días los pasaron en un calabozo de castigo, estrecho y desprovisto de techo. Medio muertos por congelación, Salas y Gironés fueron trasladados con rumbo desconocido y Vicente jamás volvería a verlos.
Llegado el mes de julio, sólo y más muerto que vivo, Vicente recibiría en aquel desolado rincón del mundo la noticia de que los alemanes habían invadido la URSS. A partir de entonces el régimen de internamiento se endureció hasta extremos intolerables y los hombres no aptos para el trabajo comenzaron a ser fusilados de forma sistemática. Para el mes de septiembre la salud del aragonés estaba tan resentida que tuvo que ser trasladado al hospital del campo de Petkora, del que se decía que solamente se salía muerto. El “hospital” consistía en unas miserables barracas equipadas con camastros construidos con cuatro tablas. Los cadáveres helados -70.000 sólo en ese primer invierno de guerra- se amontonaban a la espera de que la primavera permitiera enterrarlos. Se salvaría gracias al auxilio de la doctora Rita Marcovicha, una prisionera política de 74 años de edad que había perdido a su marido, dos hijos y dos hermanos a manos de la represión estalinista y que le adoptó como a un hijo.
En julio de 1942 el campo fue disuelto y el traslado del de Abiego a una mina de carbón le libraría de verse involucrado en la rebelión de los campos del área de Vorkuta que al mes siguiente se saldaría con miles de presos masacrados. En su nuevo destino los presos debían talar árboles destinados al servicio de la mina, pero a causa de su estado morían como moscas, incapaces ya de realizar ese esfuerzo. El hambre era tan atroz que se comían hasta la hierba de los campos. Aún peores resultarían ser las faenas de reparación de una tubería, que tendrían que realizar en pleno mes de febrero, con agua a la cintura y completamente desnudos para mantener secos los andrajos que les cubrían. Una pelagra generalizada le enviaría de nuevo al hospital prácticamente desahuciado. Esta vez le debería la vida al doctor Pechanikov, al que conocía de su paso por la cárcel moscovita de Butiskaya, y al jefe del campo, un déspota que le tomó aprecio y le destinó a un taller de vulcanización donde las condiciones de vida eran infinitamente mejores.
Cinco años después, el 29 de enero de 1948, se le comunicó que el Soviet Supremo le había indultado, una magnífica noticia si se obviaba el hecho de que nunca había cometido ninguna clase de delito. La notificación iba acompañada de una orden de destierro forzoso a la ciudad de Samarcanda (Uzbekistán), en el Asia Central. Aunque tenía que pagarse de su propio bolsillo el larguísimo viaje en tren de 7.500 kilómetros y no disponía del más mínimo recurso económico, descubrió que comunicando a la policía en cada escala de su trayecto su condición de desterrado eran los mismos agentes quienes se encargaban de meterle en el primer tren que continuaba viaje.
En Uzbekistán nadie se atrevió a darle trabajo por su condición de deportado y se vio forzado a dormir en una alcantarilla bajo las vías férreas, sobreviviendo de pedir limosna junto a un joven iraní al que conoció en las calles. De vez en cuando los campesinos les proporcionaban algunos alimentos. Juntos comenzaron a planear su fuga a Irán, pese a que sospechaban -como así era- que los servicios de información no le perdían de vista. La idea consistía en hacerse con un avión en el aeródromo del río Sarasans para volar hasta aquel país. Se pusieron en marcha la noche del 10 al 11 enero de 1950, para encontrarse con la sorpresa de que los aparatos carecían de combustible. Pocos días después, Vicente recibió la noticia de que la Cruz Roja le citaba en Moscú porque sus familiares le reclamaban desde Francia. Por desgracia, al poco de llegar a la capital rusa una joven con la que había intimado y que trabajaba para los servicios secretos -pero que le había tomado sincero cariño- le advirtió muy seriamente de que debía andarse con cuidado.
Tal y como se temía, el 20 de abril de 1950 fue detenido a la salida de un teatro y acusado de espionaje por haber conversado con un ciudadano norteamericano en el patio de butacas. En la cárcel de Sujanovska las palizas fueron terribles y sus interrogadores le incomunicaron durante días en un “calabozo de saco” de 60 centímetros de lado con el fin de obligarle a firmar una declaración autoinculpatoria. Por fin, quebrada su resistencia física y moral, acabó por firmar, sin siquiera leerla, una falsa confesión de 246 páginas. El 28 de diciembre fue condenado a otros 10 años de prisión sin que mediase juicio alguno. Por suerte, entrado el mes de enero fue enviado a una fábrica secreta de los alrededores de Moscú donde las condiciones eran bastante buenas y donde se encontró con otros dos españoles, Francisco Ramón Molina y Juan Blasco Cobo, en su misma situación.
Dos años después la noticia de la muerte de Josip Vassiliovitch “Stalin” llenaría de gozo a la plantilla mixta de esclavos y hombres libres y sería abiertamente celebrada. Sin embargo sus penalidades no habían terminado junto con la vida del dictador: Vicente Monclús, uno de los primeros españoles que habían ido a parar a los campos de concentración soviéticos, iba a ser también el último en abandonarlos.
En abril de 1955 fue trasladado al complejo de Mordova, más exactamente al campo nº 11 de los 43 que lo componían, y que aglutinaban a unos 150.000 presos procedentes de multitud de naciones. El 6 de enero de 1956 fue trasladado a la prisión de la Lubianka, en Moscú, donde un juez le confirmó que tras su detención en 1940 los comunistas españoles habían solicitado varias veces que los ocho jóvenes pilotos fueran ejecutados. Allí permanecería hasta que el 23 de marzo de 1956 el Tribunal Militar del Consejo Supremo de la URSS reconociera lo injusto de su persecución legal. Una vez en libertad aún sería enviado durante siete meses a Dniepropetrovsk, donde trabajaría en una fábrica en la que prestaban servicios tres exiliados españoles. Pero ni siquiera entonces le dejarían en paz, pues los comunistas hispanos residentes en la ciudad le hostigarían hasta que finalmente, recuperado el contacto con sus hermanos, en noviembre de 1956 abandonase para siempre la Unión Soviética camino de París, dieciséis años después de haber sido encarcelado por el simple delito de pretender abandonar la URSS para vivir su vida en otro lugar y de un modo diferente. Tres años después, ya establecido en la Argentina de forma definitiva, daría a la imprenta un relato autobiográfico-18 años en la URSSi- que constituye, amén de un vibrante testimonio de sus sufrimientos en los campos, un demoledor alegato contra la despiadada sinrazón del estalinismo, capaz de destruir la vida de los más firmes militantes antifascistas por el único crimen de discrepar con sus métodos autoritarios.ii
Luis Antonio Palacio
MONCLÚS GUALLAR, Vicente, 18 años en la URSS, Ed. Claridad, Buenos Aires, 1959.
Un relato más pormenorizado de la historia de Vicente Monclús y sus compañeros de desventuras en PALACIO PILACÉS, Luis Antonio, Tal vez el día. Aragoneses en la URSS (1937-1977), El exilio y la División Azul, Ed. Comuniter, Zaragoza, 2013.